sábado, 31 de mayo de 2014

Portada

 Queridos lectores: Acaba de salir el número 24 de 30 días, mi periódico, tu periódico, el periódico de cuantos quieran leerlo.

    Te recuerdo que puedes ser uno de mis corresponsales. Para esto basta con que envíes tus crónicas a: mjsanchezoliva@gmail.com, poniendo en el asunto “30 días” y en el mensaje el lugar de procedencia.

    Noticia Personal:

    El pasado martes 20 de mayo me cupo el honor de recoger en Madrid el Primer Premio Tiflos de Cuentos 2013. El acto tuvo lugar en la histórica Residencia de Estudiantes. Fue una velada cultural para el recuerdo. Desde aquí quiero reiterar mi gratitud a la organización del certamen, a los miembros del jurado, al resto de los premiados y a cuantos de un modo u otro me acompañaron. Gracias.

    Contenido

    La Vitrina: Historia de la Residencia de Estudiantes y mis libros para el próximo mes.  
    Mesa camilla: El poder en España se ha convertido en una tarta que de mutuo acuerdo se reparten dos partidos.
    Cajón de Sastre: Discurso de Mario Moreno Cantiflas, tan actual como hace 40 años.
    El Álbum de la Lengua: ¿Es correcto decir más mayor?
    La Butaca: El pueblo burgalés de Matajudíos ha cambiado de nombre.
    Carta a… Una mujer de Sudán condenada a muerte por ser cristiana. ¿Quieres salvarla de tan grande injusticia? 
    Cosas de Garipil: Entre otras cosas que solo sus mágicos ojos ven, sigue con los relatos de Letanías. El de este número basado en un hecho real. 

    Si has visitado cualquiera de las secciones, mil gracias; si las has visitado todas, un millón.

    Volveremos a encontrarnos a finales de junio.

    María Jesús. 

    Seguidores de Honor:
    Mónica Nuevo Vialás. Nacionalidad: española. 23-IV-2012.
    Arturo Arias Terceiro. Nacionalidad: argentina. 12-VI-2012.
    María del Mar Nuevo Vialás. Nacionalidad: española. 29-VI-2013. 

La Vitrina

A petición de varios seguidores del blog recojo datos para recordar la historia de la Residencia de Estudiantes de Madrid (España).
 
        SU HISTORIA

    La Residencia de Estudiantes de Madrid es un centro fundado en 1910 por la Junta para Ampliación de Estudios, producto directo de las ideas renovadoras que había iniciado en España el krausista Francisco Giner de los Ríos con la fundación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza. Desde el primer momento quiso ser un complemento educativo a la universidad en el que se formaran los hijos de las clases dirigentes liberales, y de 1910 a 1939 fue uno de los principales núcleos de modernización científica y educativa de España.
    Fue declarada en el año 2007 Patrimonio europeo.
    Se estableció al principio en el número 14 de la calle Fortuny, en un edificio espartano en el que se contaba con lo imprescindible. Comenzó con quince alumnos pero pronto, gracias a unas muy buenas relaciones sociales que llegaban hasta el rey Alfonso XIII de España, consiguió gran importancia.
    En 1915 se traslada a la que será su sede definitiva en los Altos del Hipódromo (la "Colina los Chopos" según el nombre que le dio Juan Ramón Jiménez), una serie de edificios modernos de estilo neomudéjar provistos de los mejores adelantos de la época con unas instalaciones en las que la luz y el sol eran los protagonistas. Se había empezado a construir en 1913 con un proyecto del arquitecto Antonio Flórez Urdapilleta (1877-1941).
    Un hombre vinculado a la Institución Libre de Enseñanza y al krausismo, Alberto Jiménez Fraud, fue su director en esta primera época y bajo su dirección la Residencia se convirtió en un vivero de convivencia, creación e intercambio artístico y científico de la Europa de entreguerras.

        PRIMERA ÉPOCA

    En esta primera época coincidieron en la Residencia y se hicieron amigos tres importantes figuras de la cultura española del siglo XX: el cineasta Luis Buñuel, el poeta Federico García Lorca y el pintor Salvador Dalí. A este grupo de amigos hay que añadir los nombres del ingeniero José Bello, «Pepín Bello», el más longevo habitante de la institución y creador de muchas ideas que más tarde se atribuyeron a otros, del compositor Salvador Bacarisse y de José Moreno Villa. Otro asiduo a las reuniones que el grupo realizaba en la Residencia fue Rafael Alberti que dedicó algunas páginas de su autobiografía La arboleda perdida a narrar sus vivencias en la Residencia. El poeta Jorge Guillén fue residente en esta primera época y Juan Ramón Jiménez uno de sus más asiduos invitados. También el científico Severo Ochoa fue residente y otros muchos miembros de la intelectualidad de aquellos años: Miguel de Unamuno, Rafael Alberti, Alfonso Reyes Ochoa, Manuel de Falla, José Ortega y Gasset, Pedro Salinas, Blas Cabrera, Eugenio d'Ors, Manuel Altolaguirre y tantos otros.
    Los conciertos también abundaban en la Residencia y en uno de sus salones, hoy convertido en sala de conferencias, puede verse todavía el piano de cola en el que Federico García Lorca tocaba habitualmente. Era un asiduo de esas veladas musicales, que se desarrollaban en un día fijo de la semana, el poeta Gerardo Diego, que también sería crítico musical. La compañía teatral La Barraca ensayaba regularmente en el auditorio y dio allí varias representaciones.
    Había en la Residencia de Estudiantes una buena biblioteca, clases de idiomas gratuitas y varios laboratorios de ciencia experimental, en los cuales trabajaban hombres como Severo Ochoa, Juan Negrín, Blas Cabrera, Antonio Madinaveitia, Luis Calandre, Sacristán, el lingüista Tomás Navarro Tomás, el médico Francisco Jiménez García y otros.
    Las instalaciones, el menú, la «disciplina» sugerida y nunca impuesta, así como la libertad de la que gozaban los residentes causaban admiración en todo aquel que la visitaba. Figuras intelectuales de primer orden eran invitadas a menudo a comer, a impartir conferencias, a intervenir en las tertulias, o a organizar exposiciones.
    Por el salón de conferencias pasaron las más altas personalidades de la cultura española y extranjera. Alberto Jiménez logró que Henri Bergson hablara a los residentes. Posteriormente pasaron por la Residencia, Einstein, Howard Carter, Gilbert Keith Chesterton, Paul Valéry, Marie Curie,[2] Ígor Stravinski, Paul Claudel, Louis de Broglie, Herbert George Wells, Max Jacob, Le Corbusier, Keynes... Fueron residentes Alfonso Reyes Ochoa, Julián Besteiro, Santiago Ramón y Cajal, Manuel de Falla, Unamuno, Eugenio d'Ors, Federico de Onís, Valle-Inclán, Manuel Machado, León Felipe, Zulueta, Francisco García Lorca y tantos otros.

    GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

    Antes de la Guerra Civil Española de 1936, se proyectó y empezó a construir un nuevo edificio para la Residencia de Estudiantes en la Ciudad Universitaria de Madrid, según proyecto de Luis Lacasa Navarro, obra que se interrumpió, antes de su inauguración, por la guerra que tuvo en la zona uno de sus frentes más activos. Al término de la guerra y tras la condena a inhabilitación perpetua del arquitecto Luis Lacasa por el régimen, las obras fueron encomendadas al arquitecto Javier Barroso. Una vez terminadas, en 1943 se inauguró en sus locales una residencia para estudiantes universitarios con el nombre de Colegio Mayor Ximénez de Cisneros, bajo la dirección de Pedro Laín Entralgo. Poco más tarde el Colegio Mayor se fraccionó en varios: Colegio Mayor Antonio de Nebrija y Colegio Mayor de Covarrubias además del Colegio Cisneros.
    Con la guerra civil las actividades de la Residencia de Estudiantes terminaron abruptamente, a la vez que se dio por concluida la Edad de Plata de las letras y ciencias españolas. Durante la contienda y como recurso para salvar el edificio y su magnífica biblioteca, fue ofrecido como sede de un hospital y sucesivamente un orfanato y un cuartel de carabineros, que en efecto se alojaron allí durante un tiempo.
    Con la instauración de la dictadura de Francisco Franco, buena parte de sus residentes y profesores (así como su director (Alberto Jiménez Fraud) se vieron forzados a exiliarse al extranjero o silenciados en un exilio interior. A partir de 1939, se clausuró la Junta de Ampliación de Estudios y la mayor parte de las instalaciones de la "Colina de los Chopos" pasaron a depender del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Sobre el Auditórium de la Residencia se erigió la iglesia del Espíritu Santo, obra de Miguel Fisac, confiada al cuidado de sacerdotes del Opus Dei.
     En 1943 se trasladaron los 16.000 libros de la biblioteca de la antigua Residencia de Estudiantes al Colegio Mayor Ximénez de Cisneros, en la Universidad de Madrid, actualmente Universidad Complutense. Se desconoció el paradero de los libros hasta 2010, cuando el director del colegio mayor, el profesor José Luis González Llavona, logró rescatar y catalogar 2.301 volúmenes.
        ÚLTIMAS DÉCADAS

   En las décadas finales del siglo XX se acometió su restauración integral con el proyecto de recuperar el viejo espíritu y las actividades para las que las instalaciones fueron diseñadas. La recuperación arquitectónica corrió a cargo de los arquitectos Estanislao Pérez Pita y Jerónimo Junquera. La segunda época se abrió el año 1986.
     La Residencia de Estudiantes es en la actualidad una fundación privada, creada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), de cuyo Patronato, presidido por la Ministra de Ciencia e Innovación y el Ministro de Educación, forman parte el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, el Ministerio de Cultura, el CSIC, el Consejo Superior de Deportes, la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento de Madrid, la Junta de Andalucía, el Gobierno de Aragón, Caja Madrid, el BBVA, Telefónica, GlaxoSmithKline, la Fundación Carolina, la Fundación Cajasol y los Amigos de la Residencia de Estudiantes.
    Actualmente se dedica a la recuperación de la memoria histórica de la llamada Edad de Plata de la cultura española [1868–1936] a través de la celebración de actos públicos y exposiciones, y del rescate documental de su Centro de Documentación. Éste dispone de importantes fondos bibliográficos y documentales, principalmente del primer tercio del siglo XX, entre los que destacan los archivos particulares de Federico García Lorca, Luis Cernuda, Jesús Bal y Gay, Fernando de los Ríos o León Sánchez Cuesta, y de instituciones como la Junta para la Ampliación de Estudios o el Museo Pedagógico Nacional.
    Ha de reconocerse asimismo la labor editorial de la Residencia, pues allí aparecieron las Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset en 1914, los Ensayos, de Miguel de Unamuno y notables obras de Azorín, Cambó, González Hontoria, Antonio Machado, Emilia Pardo Bazán, entre otros. También se publicaron en la Residencia importantes obras de los autores contemporáneos, como las Poesías completas de Antonio Machado que fueron publicadas bajo la dirección de Juan Ramón Jiménez en 1917.
    En 1990 recuperó su sello editorial, con el que publica los resultados de su labor investigadora y algunos de sus cursos, lecturas de poemas (en edición de libro más CD) o ciclos de conferencias.
    Organiza numerosos actos públicos, en los que intervienen muchos de los actuales protagonistas de las artes y las ciencias como Mario Vargas Llosas, Pierre Bloulez, Ramón Margalef, entre muchos otros.
     Conferencias, mesas redondas, conciertos, lecturas de poemas, encuentros o exposiciones convierten a la Residencia en un espacio abierto al debate, la reflexión crítica y la creación en torno a las tendencias de nuestra época.
    Desde 1988el Ayuntamiento de Madrid y la Residencia de Estudiantes convocan becas de estancia en la Residencia; estas becas van destinadas tanto a estudiantes de tercer ciclo como a creadores y artistas. La presencia de los becarios incorpora a las jóvenes generaciones a la vida de la Residencia, en la que intervienen como vínculo de continuidad y hospitalidad con los residentes, que se alojan en estancias cortas. Entre los becarios que han pasado por este edificio se encuentran algunos jóvenes artistas de prestigio como son Mercedes Cebrián, Ariadna G García, Carlos Contreras Elvira, Miriam Reyes, David Mayor, Andrés Barba, etc.

    Y antes de cerrar la vitrina, te sugiero los libros que acabo de leer y releer respectivamente:
    La biblia de barro, de Julia Navarro. Un cura, cuatro amigos, unos traficantes de armas, unos traficantes de obras de arte, una arqueóloga, su marido, su abuelo y otros personajes forman un rompecabezas que con la guerra de Irak de fondo no se resolverá hasta el final. Y Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno. Por tratarse de una novela antigua omito comentarlo. Doy por hecho que los buenos lectores ya la conocen, y los que por ser más jóvenes no la hayan leído, seguro que saben el tema que trata. Solo añadir que es de esos libros que vale la pena volver a leer.

Mesa camilla

 La tarta del poder 
     Como al término de todos los comicios electorales, según ellos, los dos partidos mayoritarios han ganado las elecciones al Parlamento Europeo. Los del uno y los del otro, tienen razón, los políticos no pierden nunca, ni siquiera cuando las urnas les quitan el sillón, entre otras razones que sobra explicar porque ya se encarga su partido de crearles una jefatura en cualquier ministerio, en algún consejo de administración o empresa de confianza, para que, en no pocos casos, sigan cobrando incluso más que cuando ejercían de políticos. Pero no es este el mensaje que ellos quieren trasmitirnos a los ciudadanos, lo que quieren hacernos ver con su fingido optimismo es que no han perdido votos, algo que en esta ocasión ni sus votantes más fieles pueden creerse.
    El PP ha perdido millones de votos, el PSOE no ha recuperado ni uno. En resumen: aunque ninguno se vaya al paro, los dos han perdido, basta fijarnos en el elevado índice de abstención que, aunque sus cifras dicen que ha sido ligeramente inferior al de otros comicios, lo cierto fue que los ciudadanos de a pie, en general, vimos menos votantes en los colegios electorales, familias enteras que tras pensarlo mucho decidieron no ir a votar, personas que por primera vez en 37 años decidieron quedarse en casa, y por raro que parezca, entre estas ausencias, no faltaron, incluso, las de militantes de los dos partidos. Los comentarios a pie de calle podían resumirse en dos conclusiones: igual daba votar a unos que votar a otros, todos son iguales, y para qué votar si luego hacen todo lo contrario de lo que dicen y deben hacer.
    Para los dos partidos la abstención en estos comicios obedece al gran desconocimiento que los españoles tenemos de las políticas europeas. Tampoco hay que ser muy linces para llegar a esta conclusión, ni un partido ni otro se han preocupado nunca de explicar al pueblo las ventajas y los inconvenientes. Desde el primer momento, las decisiones que se tomaban en Bruselas, si eran favorables, se las apuntaba el gobierno de turno para que se las premiáramos en las urnas, y si eran desfavorables, del que ya estaba en la oposición para que no cayéramos en la tentación de volver a votarlos, Bruselas nada tenía que ver. Pero a estas alturas, estas malas mañas, ya no cuelan, los españoles hemos aprendido a distinguir entre lo que depende de Bruselas y lo que depende de Madrid, y tenemos claro, muy claro, que ni los gobernantes de fuera ni los de casa merecen nuestro apoyo en las urnas: los de fuera porque parecen empeñados en que los ciudadanos paguemos los platos rotos de los políticos, algo que además de injusto, es peligroso, lo razonable sería que les pidieran cuentas de sus desfalcos, de sus abusos de poder, del mal uso que han hecho de los fondos económicos y otros desmanes, y los de casa porque es evidente que han hecho del poder una tarta que han pactado repartirse a partes iguales, hoy te toca partirla a ti, mañana me toca a mí, y al pueblo que le parta un rayo. Cuando el PP perdió las primeras elecciones que ganó, una de las ministras del señor Aznar, decía al PSOE algo así:
   --Ustedes han gobernado durante 20 años y nosotros solamente ocho. Volveremos a gobernar. No es justa la diferencia.
    Y parecen dispuestos a dejarse ganar o dejarse perder para repartirse la tarta, algo que los ciudadanos ya no toleran, ni a unos, ni a otros, esa fue la principal razón del alto índice de abstención y de votos nulos, que si los cuentan, como se supone que los contarán, la tarta de las próximas generales puede que, por muchas guindas que intenten ponerle, les siente mal a los dos.

Cajón de Sastre

A alguien se le ocurrió rescatar y enviarme este discurso, pronunciado por Cantinflas, supuestamente ante la Organización de Naciones Unidas, en una 
> película en la cual él hacía el papel de embajador. El discurso tiene cuarenta 
> años pero, sin quitarle una coma, podría repetirse en cualquier foro político 
> con absoluta y vigente pertinencia. Por esta razón, tras agradecer la colaboración, aquí lo dejo, para pensar.

    DISCURSO DE MARIO MORENO “CANTINFLAS”
  
> "Me ha tocado en suerte ser último orador, cosa que me da mucho gusto porque, 
> como quien dice, así me los agarro cansados.
> 
> Sin embargo, sé que a pesar de la insignificancia de mi país que no tiene 
> poderío militar, ni político, ni económico ni mucho menos atómico, todos ustedes 
> esperan con interés mis palabras ya que de mi voto depende el triunfo de los 
> Verdes o de los Colorados.
> 
> Señores Representantes:
> 
> Estamos pasando un momento crucial en que la humanidad se enfrenta ante la misma 
> humanidad.
> 
> Estamos viviendo un momento histórico en que el hombre científica e 
> intelectualmente es un gigante, pero moralmente es un pigmeo.
> 
> La opinión mundial está tan profundamente dividida en dos bandos aparentemente 
> irreconciliables, que se ha dado el singular caso, de que  sólo un voto.
> 
> El voto de un país débil y pequeño pueda hacer que la balanza se cargue de un 
> lado o se cargue de otro lado. Estamos, como quien dice, ante una gran báscula: 
> con un platillo ocupado por los Verdes y con otro platillo ocupado por los 
> Colorados.
> 
>  Y ahora llego yo, que soy de peso pluma como quien dice, y según donde yo me 
> coloque, de ese lado seguirá la balanza.
> 
> ¡Háganme el favor!...
> 
> ¿No creen ustedes que es mucha responsabilidad para un solo ciudadano? Porque 
> además no considero justo que la mitad de la humanidad, sea la que fuere, quede 
> condenada a vivir bajo un régimen político y económico que no es de su agrado, 
> solamente porque un frívolo embajador haya votado, o lo hayan hecho votar, en un 
> sentido o en otro.
> 
> Por eso yo, el que les habla, su amigo... yo... no votaré por ninguno de los dos 
> bandos (voces de protesta).
> 
> Y yo no votaré por ninguno de los dos bandos debido a tres  razones:
> 
> Primera, porque, repito que no sería justo que el sólo voto de un 
> representante, que a lo mejor está enfermo del hígado, decidiera los destinos de 
> cien naciones;
> 
> Segunda, porque estoy convencido de que los procedimientos, repito, recalco, los 
> procedimientos de los Colorados (los países comunistas) son desastrosos  (voces 
> de protesta de parte de los Colorados);
> 
> ¡y Tercera!... porque estoy convencido de que los procedimientos de los Verdes 
> ( los Estados Unidos ) tampoco son de lo más bondadoso que digamos  (ahora 
> protestan los Verdes).
> 
> Y si no se callan de plano yo ya no sigo, y se van a quedar con la tentación de 
> saber lo que tenía que decirles.
> 
> Insisto que hablo de procedimientos y no de ideas ni de doctrinas.
> 
> Para mí todas las ideas son respetables  aunque sean "ideítas" o "ideotas" y 
> aunque no esté de acuerdo con ellas. Lo que piense ese señor, o ese otro señor, 
> o ese señor (señala), o ese de allá de bigotitos que no piensa nada porque ya se 
> nos durmió, eso no impide que todos nosotros seamos muy buenos amigos.
> 
>        Todos creemos que nuestra manera de ser, nuestra manera de vivir, 
> nuestra manera de pensar y hasta nuestro modito de andar son los mejores; y el 
> chaleco  tratamos de imponérselo a los demás y si no los aceptan decimos que son 
> unos tales por cuales y al ratito andamos a la greña.
> 
>         ¿Ustedes creen que eso está bien?
> 
>        Tan fácil que sería la existencia si tan sólo respetásemos el modo de 
> vivir de cada quien.
> 
>         Hace cien años ya lo dijo una de las figuras más humildes pero más 
> grandes de nuestro continente:
> 
>         "El respeto al derecho ajeno es la paz" (aplausos).
> 
>        Así me gusta... no que me aplaudan, pero sí que reconozcan la sinceridad 
> de mis palabras.
> 
>        Yo estoy de acuerdo con todo lo que dijo el Señor representante de 
> Salchichonia (alusión a Alemania) con humildad, con humildad de albañiles no 
> agremiados debemos de luchar por derribar la barda que nos separa, la barda de 
> la incomprensión, la barda de la mutua desconfianza, la barda del odio.
> 
>        El día que lo logremos podemos decir que nos volamos la barda (risas).
> 
>        Pero no la barda de las ideas, ¡eso no!, ¡nunca! El día que pensemos 
> igual y actuemos igual dejaremos de ser hombres para convertirnos en máquinas, 
> en autómatas.
> 
>        Este es el grave error de los Colorados, el querer imponer por la fuerza 
> sus ideas y su sistema político y económico, hablan de libertades  humanas, pero 
> yo les pregunto: ¿existen esas libertades en sus propios  países?
> 
> Dicen defender los Derechos del Proletariado pero sus propios obreros no tienen 
> ni siquiera el derecho elemental de la huelga. Hablan de la cultura  universal 
> al alcance de las masas pero encarcelan a sus escritores porque se atreven a 
> decir la verdad, hablan de la libre determinación de los pueblos y sin embargo 
> hace años que oprimen una serie de naciones sin permitirles que se den la forma 
> de gobierno que más les convenga.
> 
> ¿Cómo podemos votar por un sistema que habla de dignidad y acto seguido 
> atropella lo más sagrado de la dignidad humana que es la libertad de conciencia 
> eliminando o pretendiendo eliminar a Dios por decreto?
> 
> No, señores representantes, yo no puedo estar con los Colorados, o mejor dicho 
> con su manera de actuar; respeto su modo de pensar, allá ellos, pero no puedo 
> dar mi voto para que su sistema se implante por la fuerza en todos los países de 
> la tierra (voces de protesta)
> 
> ¡El que quiera ser Colorado que lo sea, pero que no pretenda teñir a los demás!- 
> (los Colorados se levantan para salir de la Asamblea).
> 
> ¡Un momento jóvenes!, ¡hombre! ¿Por qué tan sensitivos?
> 
> Pero si no aguantan nada, no, si no he terminado. Tomen asiento.
> 
> Ya sé que es costumbre de ustedes abandonar estas reuniones en cuanto oyen algo 
> que no es de su agrado; pero no he terminado, tomen asiento, no sean 
> precipitosos... todavía tengo que decir algo de los Verdes, ¿no les gustaría 
> escucharlo?
> 
> Siéntese
> 
> (Va y toma agua y hace gárgaras, pero se da cuenta que es Vodka).
> 
> Y ahora, mis queridos colegas Verdes,
> 
> ¿Ustedes qué dijeron?:
> 
> "Ya votó por nosotros", ¿no?,  pues no, jóvenes, y no votaré por ustedes  porque 
> ustedes también tienen mucha culpa de lo que  pasa en el mundo, ustedes también 
> son medio soberbios, como que si el mundo fueran ustedes y los demás tienen una 
> importancia muy relativa, y aunque hablan de paz, y de democracia y de cosas muy 
> bonitas, a veces también pretenden imponer su voluntad por la fuerza, por la 
> fuerza del dinero.
> 
> Yo estoy de acuerdo con ustedes en que debemos luchar por el bien colectivo e 
> individual, en combatir la miseria y resolver los tremendos problemas de la 
> vivienda, del vestido y del sustento.
> 
> Pero en lo que no estoy de acuerdo con ustedes es la forma que ustedes pretenden 
> resolver esos problemas, ustedes también han sucumbido ante el materialismo, se 
> han olvidado de los más bellos valores del espíritu pensando sólo en el negocio, 
> poco a poco  se han ido convirtiendo en los acreedores de la humanidad y por eso 
> la humanidad los ve con desconfianza.
> 
> El día de la inauguración de la Asamblea, el señor embajador de Lodaronia dijo 
> que el remedio para todos nuestros males estaba en tener automóviles, 
> refrigeradores, aparatos de televisión; ju ... y yo  me pregunto:
> 
> ¿Para qué queremos automóviles si todavía andamos descalzos? ¿Para qué 
> queremos refrigeradores si no tenemos alimentos que meter dentro de ellos?
> 
> ¿Para qué queremos tanques y armamentos si no tenemos suficientes escuelas para 
> nuestros hijos? (aplausos).
> 
> Debemos de pugnar para que el hombre piense en la paz, pero no solamente 
> impulsado por su instinto de conservación, sino fundamentalmente por el deber 
> que tiene de superarse y de hacer del mundo una morada de paz y tranquilidad 
> cada vez más digna de la especie humana y de sus altos destinos.
> 
> Pero esta aspiración no será posible si no hay abundancia para todos, bienestar 
> común, felicidad colectiva y justicia social.
> 
> Es verdad que está en manos de ustedes, de los países poderosos de la tierra,
> 
> ¡Verdes y Colorados!, el ayudarnos a nosotros los débiles, pero no con dádivas 
> ni con préstamos, ni con alianzas militares. Ayúdennos pagando un precio más 
> justo, más equitativo por nuestras materias primas, ayúdennos compartiendo con 
> nosotros sus notables adelantos en la ciencia, en la técnica... pero no para 
> fabricar bombas sino para acabar con el hambre y con la miseria (aplausos).
> 
> Ayúdennos respetando nuestras costumbres, nuestras creencias, nuestra dignidad 
> como seres humanos y nuestra personalidad como naciones por pequeños y débiles 
> que seamos; practiquen la tolerancia y la verdadera fraternidad que nosotros 
> sabremos corresponderles, pero dejen ya de tratarnos como simples peones de 
> ajedrez en el tablero de la política internacional.
> 
> Reconózcannos como lo que somos, no solamente como clientes o como ratones de 
> laboratorio, si no como seres humanos que sentimos,  que sufrimos, y lloramos.
> 
> Señores representantes, hay otra razón más por la que no puedo dar mi voto: hace 
> exactamente veinticuatro horas que presenté mi renuncia como embajador de mi 
> país, espero me sea aceptada.
> 
> Consecuentemente no les he hablado a ustedes como Excelencia sino como un simple 
> ciudadano, como un hombre libre, como un hombre cualquiera pero que, sin 
> embargo, cree interpretar el máximo anhelo de todos los hombres de la tierra: el 
> anhelo de vivir en paz, el anhelo de ser libres, el anhelo de legar a nuestros 
> hijos y a los hijos de nuestros hijos un mundo mejor en el que reine la buena 
> voluntad y la concordia.
> 
> Y qué fácil sería, señores, lograr ese mundo mejor en que todos los hombres 
> blancos, negros, amarillos y cobrizos, ricos y pobres pudiésemos vivir como 
> hermanos. Si no fuéramos tan ciegos, tan obcecados, tan orgullosos.
> 
> Si tan sólo rigiéramos nuestras vidas por las sublimes palabras, que hace dos 
> mil años, dijo aquel humilde carpintero de Galilea, sencillo, descalzo, sin frac 
> ni condecoraciones:
> 
> "Amaos... amaos los unos a los otros",
> 
> Pero desgraciadamente ustedes entendieron mal, confundieron los términos, ¿y 
> qué es lo que han hecho?, ¿qué es lo que hacen?:
> 
> "Armaos los unos contra los otros".... 

> > He dicho..."

El Álbum de la Lengua

 ¿Es correcto decir más mayor?
    ANTES
    Se consideraba incorrecto el uso de la forma mayor precedida de marcas de grado como más, tan o muy, ya que se trata de un comparativo sincrético como mejor, peor y menor. Por tanto, al igual que estas formas comparativas no admiten combinaciones con dichas marcas de grado, tampoco las admitía mayor.

    AHORA
    Es incorrecto el uso de la forma mayor precedida del adverbio más en una estructura comparativa con segundo término de comparación, incluidos los superlativos relativos.
       Ejemplos:
• *Tú eres más mayor que yo. (Correcto: Tú eres mayor que yo.)
• *Ana es la más mayor de todos. (Correcto: Ana es la mayor de todos.)
    Sin embargo, el uso de mayor precedido de más es correcto si no hay segundo término de comparación. Ejemplos:
• Cuando sea más mayor iré al colegio./Cuando sea mayor seré médico.
    Los dos enunciados son correctos, pero la palabra mayor no significa exactamente lo mismo: en el primer caso, significa 'cuando cumpla unos años más; en el segundo, 'cuando sea adulto.
    También es correcta la combinación más mayor en secuencias como los más mayores.
    En estos casos, mayor no se refiere al tamaño sino a la edad, y no tiene valor comparativo; por eso, puede ir acompañado por otros adverbios como tan y muy. 
    Ejemplos:
• Tu padre está ya tan mayor que le cuesta andar.
• Tu padre ya es (está) muy mayor.
    (Ninguno de los otros comparativos sincréticos admiten combinaciones como las que admite mayor: *tan mejor, *muy mejor, *más mejor, *tan peor, *muy peor, *más peor, *tan menor, *muy menor, *más menor.)

La Butaca

El pasado domingo 25 de mayo, los vecinos del pueblo burgalés de Matajudíos, votaron por partida doble: para elegir representantes en el Parlamento Europeo, y para cambiarle el nombre a su pueblo. Al abrir las urnas se comprobó que la mayoría de los vecinos habían decidido que el municipio dejara de llamarse Castrillo Matajudíos para llamarse Castrillo Mota de Judíos y así será a partir del próximo 3 de junio. La comunidad judía ya ha manifestado su satisfacción por el cambio.

    Desde Burgos informó para 30 días Raquel.

Carta a...

Querida Mariam: Me gustaría no tener que escribirte estas líneas, hechos como el que hoy me obliga a hacerlo no deberían suceder ya, pero suceden y desgraciadamente no eres una excepción. Repaso tu historia y me quedo sin palabras para seguir escribiendo.
    Mariam Yehya Ibrahim es una madre sudanesa de 25 años, médico y cristiana que ha sido condenada a flagelación (150 latigazos) y pena de muerte si no se retracta de su fe cristiana. Ella está embarazada de 8 meses y tiene un hijo de dos años de edad. 
    Ibrahim es acusada de adulterio bajo el argumento de que su matrimonio con un hombre cristiano de Sudán del Sur se considera nulo de conformidad con la ley islámica, y con pena de flagelación. También está acusada de apostasía, o abandono de la religión, por lo cual el castigo es la muerte. 
    Mariam es la hija de una mujer cristiana y hombre musulmán. Fue educada como cristiana después de que su padre se fuera. Sin embargo , la legislación del Sudán establece que los niños nacidos de padres musulmanes se consideran musulmanes.
    Según la sentencia, Mariam será ejecutada, tras recibir los latigazos, en dos años, cuando haya dado a luz a su hijo y lo haya amamantado.
    ¡Qué barbaridad! ¿Cómo es posible que haya sobre la tierra gobernantes capaces de firmar sentencias como ésta? ¿Qué hay que hacer para que todos entiendan de una vez que no son dueños de las personas y que las leyes solo pueden procurar la defensa de la vida y el respeto a los derechos humanos? ¿En qué cabeza cabe que cualquiera de las religiones que conocemos pueda estar de acuerdo con estas prácticas? Sobran las respuestas. Todo se resume con tres palabras: horror, vergüenza y rechazo.
    Espero, querida Mariam, que tus abogados, los gobiernos de todos los países y las organizaciones internacionales que están obligadas a defender los derechos humanos, consigan parar esta barbarie y la sentencia sea anulada. También los ciudadanos de a pie hemos empezado a firmar esta petición a través de Internet y otros canales digitales. Somos conscientes de que cuando un gobierno, en nombre de la ley, maltrata y ejecuta a un ciudadano, sea cual sea su delito, nos está matando a todos, y esto es demasiado grave para cruzarnos de brazos. Por esto, termino estas difíciles líneas, con un ruego para los lectores: que busquen en las redes sociales y firmen esta petición. El silencio ante estos atropellos nos hace cómplices primero y después víctimas. ¡Ánimo pues! Estamos contigo y entre todos conseguiremos salvarte.

Cosas de Garipil

¡Hola! Ahora que se aleja la tarde, ahora que se acerca la noche, ahora que cesa el tráfico me retiro a mi salita para recibirte como de costumbre: sin ruidos, sin prisas, sin agobios de ningún tipo. ¿Quieres tomar asiento?
    En primer lugar, una noticia: El pasado martes 20 de mayo mi autora recogió su Primer Premio Tiflos de Cuentos. El acto tuvo lugar en la histórica Residencia de Estudiantes de Madrid. Fue una velada cultural muy gratificante. Según sus palabras, el premio no era solo un reconocimiento que anima a seguir, era, sobre todo, un privilegio, porque ser elegida entre muchos siempre es un privilegio, y yo subrayo sus palabras. Estuvo acompañada de familiares, amigos y cómo no, de un servidor que, aunque nadie me vea,siempre estoy a su lado. Desde aquí y en su nombre gracias a todos. El libro que le valió el galardón se titula Los días perdidos. ¡Sí, sí! Ya sé que lo sabes, pero disculpa, me encanta repetirlo. Y para no repetirme más, paso a leerte el relato de hoy, también incluído en Letanías.
  
        Réquiem por un inocente

    Las campanas de aquel pueblo no tañían, hablaban. Cuando tocaban a fiesta decían: “Veeeniddd-veeeniddd. Veeeniddd-veeeniddd…”  Cuando pedían auxilio, gritaban: “¡Corred, corred! ¡Corred, corred”! Aquella malvada mañana musitaban: "Aaa-diósss, aaa-diósss, aaa-diósss..." porque doblaban a muerte, porque llamaban a entierro. Y su voz lastimera metió al pueblo en la iglesia tras un ataúd blanco que los niños llevaban a hombros. El obispo salió al altar revestido para oficiar.
    --Lo hemos llamado para enterrar a un niño, -dijo el párroco entre suspiros.
    --Lo hemos llamado para enterrar a un pueblo, -dijeron los monaguillos decepcionados.
    El obispo miró de frente, a derecha y a izquierda, para medir las heridas de aquellos corazones, para concretar los gramos y la clase de bálsamo que necesitaban, y vio ojos sin lágrimas para seguir llorando, coronas y coronas, muchas coronas de azucenas desesperadas, y en el palco principal una compungida representación oficial. El dolor era grande, inmensamente grande, tan grande que el ritual de siempre, en lugar de menguarlo: lo crecería. Las muletas de la fe se le doblan al hombre cuando la compleja sinrazón le arranca de raíz las piernas que le sostienen.
    El obispo tenía experiencia para saberlo, mucha experiencia. Era absurdo hablarle a un ciego de luz, era absurdo hablarle a un cautivo de libertad; lo positivo era enseñarle a ver sin ojos, enseñarle a volar sin alas. Cogió, pues, los primeros salmos de la misa, el sermón, los responsos finales... y se los guardó debajo del solideo. Les contaría un cuento, un cuento maravilloso, aquel del niño que en su carita de nácar tenía ojos de espejo, y era tan delicado, tan frágil, que cuando sus vecinos, parientes y amigos se miraban en ellos, su corazón se empañaba con sus penas, desdichas y temores, y tanto los amaba, tanto sufría por ellos, que, una madrugada, cuando todos dormían, se convirtió en ruiseñor y se fue al cielo, y desde allí tocaba una flauta mágica para tornar en sonrisa sus lágrimas, en gozo su dolor y su miedo en valor, y todos encontraron la felicidad: él, mandándoles consuelo; ellos, recibiéndolo. Cuando la adversa realidad era indiferente al remedio humano, lo sabio era huir lejos, escapar de su lado: soñar. Y al volver a ella, en medio de sus sombras, se reanudaba la marcha, se seguía el camino con la luz que se vio en el sueño.
     Se santiguó. Abrió el cuento por la primera página, pero antes de llegar al título sus ojos chocaron con los ojos del niño difunto que, a los pies de su inmaculado ataúd, desde una fotografía enmarcada en capullos de rosas, preguntaba atónito: "¿Por qué?, ¿¿por qué??, ¿¿¿por qué???..." Y se olvidó de consolar a los presentes para reflexionar así con el ausente:
    Parecía mentira, querido niño, que tu pueblo, lugar anónimo donde los haya, pudiera pasearse un día por todos los pliegues del mapa exhalando indignación por las costuras de su raída capa de siglos, con el corazón malherido bajo el pajizo palco de las canas de tantos olvidos, atadas sus rústicas manos con la soga de la impotencia, llorando a mares la absurda muerte del más inocente de sus hijos, y sin embargo millones de ojos lo vieron ayer. Porque eso sí, mi tesoro, el hombre, párvulo todavía en evitar accidentes, se licenció, ya hace tiempo, en el complejo arte de ver, hasta las guerras, desde su propia casa.
    Nada de exagerar. Es muy justo llamarlo padre del progreso, que, a golpe de sangre, sudor y oro, se ganó el título, y, a tal señor, tal honor.
    ¡Enhorabuena! Ya no encuentra barreras para conocer las tragedias al instante y en su propio escenario con absoluta naturalidad, sin salir de los brazos del sillón favorito de el cuarto de estar, sin dejar de tomar una copa en la discoteca de moda, sin apearse de las alas metálicas de un avión, sin hacer más esfuerzos que el de pulsar un botón, aunque éstas ocurran al otro lado del mundo.
    ¡Qué maravilla!, ¿verdad? Pero ya ves, mi pequeño, sólo le sirve para respirar con alivio, con tranquilidad, por no haber sido el número "agraciado" en el sorteo de la desgracia. Y lo más terrible de todo es que a menudo hay que dar mil gracias a los accidentes por haber tenido tanta paciencia.
    No sé si hechos así pueden ser controlados por el hombre, no sé si están por encima de sus medios y de su entendimiento, sólo sé que son muchas las tardes que queriendo o sin querer salimos al ruedo de la vida tan a lo loco, tan a cuerpo gentil… tan a la española, y toreamos los negros toros del peligro tan desprovistos de capa, de espada, de padrenuestros al sentido común que nosotros mismos nos asombramos de volver a la barrera sanos y salvos.
    No estoy acusando a nadie, a nadie libro de culpa, simplemente reflexiono, mi amor, porque ayer tu ángel de la guarda se fue a dar una cabezadita, y todas las irresponsabilidades se quedaron solas, a su libre albedrío, como si a estas alturas todavía ignorara alguien de lo que son capaces estas locas cuando se las pierde de vista.
    Empezaron por encender el brasero y entre las faldas de la mesa camilla colgar a secar la ropa recién lavada. No querían abrirle la puerta al diablo, sólo pretendían echarle un pulso al invierno. Se creía tan fuerte con sus lluvias y sus nieves que, sin medir las consecuencias, se lanzaron a pararle los pies seguras de la victoria. ¿Por qué dudar ayer del triunfo si nunca habían perdido la batalla? De repente, un jersey tiritó de frío, y ellas, al buen tuntún, le acercaron los puños a la llama; ésta, borracha de olor a limpio, se desbocó por los sillones, por los muebles, por las cortinas, por las puertas, por las paredes, por las vigas... mientras tú, en un amoroso lecho, soñabas, quizá, que en la plaza empezaban los fuegos artificiales que anunciaban las fiestas.
    Claro que el pueblo, tu pueblo, se puso en pie de guerra cuando vio extrañamente iluminadas las ventanas de tu casa, pero los nervios son siempre los mayores enemigos de los aciertos, el grifo que no se abre, la ventana que se cierra, el cubo que se vuelca, la escalera que se esconde, las lágrimas que ciegan, la angustia que desmaya, la cólera que crispa, los gritos que atolondran, el pánico que se cruza, la insolencia que no espera, la ignorancia que pregunta, el protagonismo que ordena, la curiosidad que observa, la estupidez que lamenta, que advierte, que alarma... y la llama pariendo llamas para ganar la baza.
    Alguien, a empujones de la realidad, vuela.
    --Hay que telefonear a la ciudad, a los bomberos.
    --Llevo tres horas diciéndolo. ¡Llama, llama! A baldes es imposible.
    --¿Cuál es el número, cuál? ¿Qué teléfono tienen?
    Mil veces pensó subrayarlo en el listín, anotarlo en la agenda, aprenderlo de memoria... pero las casas ardían siempre muy lejos, en el extranjero.
    --¡En la guía, en la guía! Tiene que venir en la guía.
    --¿En la guía? ¡Ah, sí! ¿Dónde está la guía? ¿Quién de
monios se la ha comido? ¡Qué desgracia, qué mala suerte! Está visto que las cosas son como las personas: cuando no te hacen falta, te persiguen como fantasmas; cuando tienen que echarte una mano, huyen cual alma que lleva el diablo. Para que luego digan que no hay brujas...
    Al fin, después de abrir y cerrar mil veces los mismos cajones, de un acervo de incompletos crucigramas, salen las páginas, arrugadas de aburrimiento, amarillas de claustrofobia.
    --¿A nombre de quién o de qué figura el teléfono?
     --No sé. Tal vez venga por S. M. B. (Servicio Municipal de Bomberos).
    --¡No, no! Por eso no viene.
    --A lo mejor por Par-de-Bom. (Parque de Bomberos).
    Imposible catar el nombre, cocinado con sopa de siglas. Lo más que percibe es un olor a tapadera, a disfraz: a ganas de poner trabas.
    --Quizá se lo hayan colgado a aquel ministro que hablaba tanto y tan de prisa que nadie lo entendió jamás. ¿Te acuerdas del nombre? Lo tengo en la punta de la lengua, pero...
    --Quizá, quizá, pero... ¿quién lo adivina ahora? Con lo
fácil que es llamar al pan, pan y al vino, vino.
    --¡Pues a información, llama a información!
    --¡Ay, sí! Será lo mejor, lo más rápido. ¿Sabes el número?
    --Si no lo han cambiado, el 003.
     --Comunica.
    --Vuelve a marcar.
    El disco del teléfono está a punto de marearse. "Estamos atendiendo otras llamadas. Por favor, espere unos instantes".
    --Que espere.
    --Insiste.
    El disco no puede más. "Por favor, no se retire. Enseguida atenderemos su llamada. Disculpe las molestias".
    --Que en seguida, que no me retire, que disculpe...
     --Que se vayan al cuerno. ¡Insiste, insiste!
     --¡Señorita, por favor, señorita, deme el número de los bomberos!
    --Lo siento, lo siento. El que me sale en pantalla tiene clave de secreto.
    --¿Secreto? ¡Qué barbaridad!
    --Espere, por favor, espere. Me sale otro de urgencia, de guardia. Tome nota, se lo da la cinta.
    --¡Repita, por favor, repita! No tenía bolígrafo a mano y la cinta...
    El disco devora con ansia las seis cifras que lo forman. "Este abonado ha cambiado de número. Rogamos tome nota del nuevo. 28..."
    --Y encima lo dice enfadada.
    --No le hagas caso, es una cinta.
    El disco se desespera. "Por saturación en las líneas, rogamos vuelva a marcar pasados cinco minutos".
    --Cinco minutos. Con la de estragos que puede hacer un fuego en cinco minutos. ¡Maldita Telefónica! ¿Por qué no amplía las líneas con la misma diligencia que las cifras de los recibos? ¡Dios mío! Y eso que telefonear parecía lo más simple de todo.
Tras nueve minutos, tras nueve eternidades, oyó el perseguido, el soñado "¡dígame!"
    --¿Bomberos? ¡Que vengan los bomberos! ¡Rápido!, ¡¡por favor!!, ¡rápido! Un niño se está quemando vivo en su casa.
    Y al otro lado del hilo, una voz, necesito creer que muy en contra de su voluntad, recita órdenes de superiores:
    --No estamos autorizados para prestar servicios fuera de la ciudad. ¿Por qué no piden permiso a las autoridades? Por nuestra cuenta es imposible ir, aunque el pueblo arda en llamas.
    --¿Permiso? ¿Pedir permiso para rescatar a un niño de las llamas? ¿Y eso lo ordenan esos marimandones, esos cantamañanas que, de vez en cuando, en mucho, ¡qué gaitas!, vienen por aquí a pedir votos y a subir impuestos?
    Parecía una pesadilla, cosas del Tercer Mundo, pero ocurría en tu pueblo, y tu pueblo creía formar parte de un país próspero y civilizado. ¡Vaya una estafa! Los habitantes de los pueblos, ya ves, mi lucero, sois ciudadanos de tercera clase para todo menos para votar y pagar impuestos. Pero no había tiempo para lanzar rabietas al aire. Tus gritos de auxilio metían prisa, y fue preciso iniciar sin rebeldía el enrevesado vía crucis burocrático.
    Primero, llamar al señor alcalde. ¿No es el amo de la ciudad? ¡Pues que ordene!
     Después de mil jueves se pone su secretaria. Ella es la puntilla que adorna, que realza, que da más empaque al cargo. El alcalde andaba por los cerros de Úbeda inaugurando calles, viviendas y centros sin terminar porque se avecinaban las elecciones municipales. Y ella... ella no era quien para tomar semejante determinación.
    Luego, al señor gobernador. En los asuntos de la provincia él tiene vara alta. Está claro que lo suyo es ir derecho al rey y pasar olímpicamente de los consejeros.
    --¡Dejadme, dejadme! Quiero entrar en casa, quiero morir con él.
    --Tranquila, mujer, tranquila. Tu hijo se salvará.
    --¿Salvarse, cómo se va a salvar?
    --Están llamando al gobernador. Él nos dará el permiso, ya lo verás. Dicen que tiene dos hijos, y si es padre, además de gobernador...
    La llamada recorre como una pelota el campo de despachos oficiales, pero hasta del de los secretarios sale como a puntapiés. Todos llevaban más de tres horas reunidos en Babia con los alcaldes de los pueblos principales. Éstos defendían para sus respectivos municipios el mejor aguinaldo de vino y baile para celebrar sin recortes las próximas fiestas navideñas. Y negociaciones de esta índole no 
pueden interrumpirse por nada del mundo, es cuestión de imagen, de sensibilidad.
    Después, al mismísimo presidente de la diputación; pero... con la iglesia hemos topado, amigo Sancho, que los "peces", cuanto más gordos, más adentro a nadar se meten. Y éste, ayer nadaba por alta mar. Formaba parte de una mesa redonda con otros "peces" de la Comunidad para arreglar la boda de un toro español con una vaca holandesa para igualar las razas. Habría sido de muy mal padre restar unos minutos a tan importante petición de mano, cuando se llevaba, como se llevaba, tantos años esperando que en el reloj del tiempo sonara la mágica hora de equilibrar lo manso y lo bravo. ¿Qué habrían dicho los invitados?... Bastante abusaba ya cambiando de vez en cuando la mesa redonda por la cuadrada para acallar el estómago. Estas cosas tienen su miga, hay que atar muchos lazos. No son tan simples como las piensa el pueblo, que una cosa es subir al trillo, y otra trillar el trigo.
    Al fin del tejemaneje, en volandas de la desesperación, vuelve al principio. Y de nuevo la voz de urgencias, de guardia, le escupe en el alma.
    --Imposible, sin permiso es imposible. No estamos autorizados.
    --Y si las autoridades están sumando gabelas a sus nóminas, ¿quién demonios tiene que dar este permiso?
    La pregunta escarba y de la voz brota un chorro de palabras que refresca la memoria.
    --En el ayuntamiento tiene que haber una bomba de agua para extinguir fuegos, y en su día, algún empleado, tuvo que hacer un cursillo para saber manejarla. Al menos así lo exigen las ordenanzas de seguridad ciudadana. No me lo invento, lo estoy leyendo. ¡Bien clarito lo dicen las ordenanzas! Las tengo aquí, delante de las narices. ¿O es que piensan que estas cosas se llevan a los pueblos para estar de adorno en los ayuntamientos?
     --¿Catetos, nos está llamando catetos? ¡Pues no, jefe, claro que no! Distinguimos mejor que ustedes las cáscaras de las nueces, pero las bombas no llegan con campanillas, y en los pueblos, lo que no suena, no se ve. ¡Insolente! Dé gracias a que un niño se está quemando vivo y no hay tiempo para discutir. De lo contrario... ya vería quien soy yo.
    Súbitamente se desploma el teléfono, ahorcado por su propio cable. ¡Pobrecillo! Siempre es él quien paga los platos rotos. Y la voz, libre de hilos, se derrama por los ennegrecidos aires.
    --¡Alcalde, concejales, alguacil, municipales!, ¿a qué esperan para sacar del ayuntamiento la dichosa bomba de apagar fuegos, a que esto se convierta en las ruinas de Sodoma y Gomorra? Si se abrasaran sus hijos...
    Toda la plana mayor se lleva las manos a la cabeza.
    --¡Pero anda, si es verdad! ¿Cómo no hemos caído antes? Es imposible que se nos haya escapado a todos un detalle tan importante.
    Imposible... era imposible. A ellos, que precisamente repetían legislatura por saber atar bien todos los cabos. Pero no era el momento de entrar en análisis. Las llamas se aburrían de correr por los muros de tu casa y brincaban las tapias de las casas colindantes para divertirse en ellas. Lo importante, pues, era atajarlas ya, y lo harían en un verbo. Nunca es tarde, cuando se llega a tiempo.
    --¿Dónde demonios están las llaves del sótano del ayuntamiento?
    Al cabo de mil viernes aparece el cerrajero con ellas.
     --¡Aquí, están aquí! Acabo de traerlas yo.
     --¡Qué raro!
    --Me las llevaron hace mil sábados, para hacer un juego de repuesto. Y como no han vuelto a decir nada...
     --¡Claro, claro! Como no han hecho falta...
    El repentino rapto de una escalera enoja a las telarañas y huyen los reproches, mil domingos llevaban columpiándose a sus anchas, en los abandonados peldaños, sin que nadie las molestara con las púas del plumero, y la desidia humana justificaba su osadía, proclamaba sus derechos. Tras el horror de una manta de polvo surge la bomba del agua. Estaba sin estrenar, pero parecía un cadáver, mil lunes, mil martes, mil miércoles llevaba allí, esperando entre ratones la primera revisión. Pero no te asombres, mi cielo, no te asombres, cuando las cosas no se usan, ¿qué sentido tiene revisarlas? ¿Complacer la vanidad de las normativas? ¿Cumplir el paripé de las inspecciones…? Pues bien, se firma y sanseacabó. ¿Qué importa que al estar parada se le doble algún hueso?
    --¿Cómo funciona este artilugio tan raro?
    --No pregunte sandeces. Estas cosas se tienen por si las moscas, para justificar.
    Entiéndelo, mi pequeño, hay que ser muy, pero que muy gafe para pensar que estas cosas se tengan que utilizar un día.
    --Pero... ¡al grano! Que la maneje Fulano. Para eso hizo un cursillo.
    --¿A estas alturas? No me tome el poco pelo que tengo, que no estoy dispuesto a quedarme calvo. Esas clases son tan aceleradas que pasan por la cabeza sin entrar en ella; además, para las dietas que me pagaron...
    Pero ni destituyen al perro, ni dimite el gato: los papeles aseguran que nadie se ha saltado las normas a la torera, que todo está maravillosamente en regla.
    --Bien, no se preocupe. Eso no es ningún problema.
¿Para qué se inventaron sino los libros de instrucciones?
     --De veras, Zutano, el hombre es un lince, lo tiene todo previsto.
    --¡Ya lo creo, Mengano, dice usted bien! Hoy día, el que no es maestro de todo, es, sencillamente, porque no le da la real gana. Ya nadie vende aparatos sin instrucciones. Y leyéndolas, hasta los tontos hacen carrera.
    No se sabe de dónde, ni cómo ni por qué, pero al cabo de diostesalve aparece un libro de instrucciones, encogido, pálido... quejándose de lo mismo que el listín de teléfonos.
    --¡Qué mala pata! ¡Viene en inglés!
     --Eso se arregla con la boina. Llamad a la maestra de inglés, y que las traduzca.
    --¡A ver si estas navidades nos aplicamos más a las pasas! La maestra de inglés está de baja, se partió las piernas en un accidente. Y si no nos mandan bomberos para sacar a un niño del fuego, no nos van a mandar una suplente para enseñar a los demás a hablar en ateo.
    --Tampoco hay que ahogarse en un vaso de agua, que vengan los niños y listo. No van a ser tan cerrojos como para haber olvidado el inglés que aprendieron el año pasado...
    Pero los niños del pueblo, tus amigos, no aparecieron, se habían olvidado del inglés, del bocata, de la bici... y todos a una intentaban sacar agua de las piedras para vencer las llamas que te devoraban, mientras que los mayores, los adultos, seguían dando vueltas al ruedo sin atreverse a coger el toro por los cuernos.
    --Estos diablos han escurrido el bulto. ¿A quién llamamos ahora?
    --¡A nadie!
    --¿Y qué hacemos?
    --Algo tan simple que se le ocurre a un sombrero: intentar que funcione, que el buen español no aprende, inventa, hace milagros.
    --¡Pues hale, manos a la obra! Y a ver a quién canoniza el Papa.
    Una bandada de manos revolotea furiosa sobre el atrofiado armazón de la bomba. Unas, presionan botones sin son ni ton; otras, la desperezan a puñetazos, y las demás se pelean por marear a la vez cables y tornillos. De pronto, sin saber por qué, brota de cada una de sus válvulas un chorro de agua, y al elevarlas... ¡aleluya!, forman un mar de nubes lloronas. Pero llovía tarde, muy tarde, sobre unas alas de humo tú volabas al cielo y al deshojarse tus ocho años desprendían olor a rabia, a decepción, a angustia, a dolor, a soledad... Y quién sabe si en tu ternura, al ver correr aquella piña de vecinos, parientes y amigos, con sorpresa, pensaste: ¡Qué locos! Por temor a mojarse en la plaza, han estado metidos en la taberna. Y los muy tontos se han perdido los fuegos artificiales de este año.
    No sé si los bomberos habrían podido salvar tu vida, no sé si sus esfuerzos y medios habrían sido inútiles, sólo sé que sobre los claveles de lágrimas, sobre las velas de lamentos, sobre la cruz de impotencia, con vergüenza de ser persona, con miedo de vivir entre los hombres, escribiría hoy el más tremendo de los epitafios:
    "Murió entre las llamas mientras pedían permiso para salvarlo".
    No sé si mañana un juez acusará a los hombres, no sé si simplemente acusará al destino, sólo sé que por las cuatro esquinas del pueblo, de tu pueblo, de nuestro pueblo, aquel viejo refrán de "entre todos lo mataron y él solito se murió", anda gritando a voz en cuello que ayer volvió a tener razón.
    Y camino del camposanto, entre errores que se imponían, silencios que se acusaban y corazones que se maldecían, las campanas de aquel pueblo suplicaban desesperadas: "Perrr-donnn, perrr-donnn. Perrr-donnn, perrr-donnn…”

    María Jesús Sánchez Oliva.
       
        Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable. 
    Garipil-1995.
    Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
    Letanías-1999.
    Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
    El rosario de los cuentos-2003.
    Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
    Cartas de la Radio-2007.
    Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc, y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.

    Para más información, hacer un comentario o simplemente saludarme, , solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:

garipil94@oliva04.e.telefonica.net 

    Estaré encantado de responderte.

    Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

jueves, 1 de mayo de 2014

Portada

 Queridos lectores: Acaba de salir el número 23 de 30 días, mi periódico, tu periódico, el periódico de cuantos quieran leerlo.

    Te recuerdo que puedes ser uno de mis corresponsales. Para esto basta con que envíes tus crónicas a: mjsanchezoliva@gmail.com, poniendo en el asunto “30 días” y en el mensaje el lugar de procedencia.

    Contenido

    La Vitrina: Hoy, lamentablemente, toca despedir a un genio de las letras: Gabriel García Márquez, y recomendar, porque me ha encantado, el libro que acabo de leer: El sanador de caballos.  
    Mesa camilla: Si los trabajadores españoles estamos mejor formados que nunca y contamos con mejores medios, ¿por qué nuestras empresas, organismos e instituciones funcionan cada vez peor?
    Cajón de Sastre: Si los trabajadores fuéramos conscientes del alto precio que algunos tuvieron que pagar para conseguir derechos que ni siquiera iban a disfrutar, los defenderíamos responsablemente para que nada ni nadie nos los quitara, pero desgraciadamente tendemos a creer que nos llegan como por arte de magia y lo olvidamos. Es el caso del 1 de Mayo, algo más que la fiesta de los trabajadores, esa fiesta que se celebra en todos los países a excepción de Canadá y Estados Unidos. ¿Por qué nos costará tanto admitir lo malo aunque sea del pasado? Reflexionemos recordando su historia.  
    El Álbum de la Lengua: Cambios a tener en cuenta a la hora de usar algunos superlativos.
    La Butaca: Desde Argentina nos llega una noticia de España que al parecer ha sido más recogida por la prensa internacional que por la nacional.
    Carta a… Las líneas de este número, aunque con el trajín que les espera no tendrán tiempo de leerlas, son para los políticos españoles.
    Cosas de Garipil: Mi querido Garipil hoy me ha pedido permiso para interrumpir la lectura de Letanías y narraros una entrevista. Se lo he concedido. ¿Por qué no iba a hacerlo?

    Si has visitado cualquiera de las secciones, mil gracias; si las has visitado todas, un millón.

    Volveremos a encontrarnos a finales de mayo.

    Feliz mes.

    María Jesús. 

    Seguidores de Honor:
    Mónica Nuevo Vialás. Nacionalidad: española. 23-IV-2012.
    Arturo Arias Terceiro. Nacionalidad: argentina. 12-VI-2012.
    María del Mar Nuevo Vialás. Nacionalidad: española. 29-VI-2013. 

La Vitrina

Hoy estoy triste, como sus putas: ha muerto García Márquez, uno de mis escritores favoritos, el que me hizo amar la literatura latinoamericana. Sobra hacer balance de sus 87 años de vida. En estos días, los medios de comunicación, nos han informado al detalle de su familia, de su obra, de sus premios… Prefiero darle las gracias por la herencia que, como a todos sus lectores, me ha dejado. Gracias, maestro, por esos Cien años de soledad, por El amor en tiempos del cólera, por la Crónica de una muerte anunciada, por El otoño del patriarca, por El coronel no tiene quien le escriba, por sus Doce cuentos peregrinos, por La hojarasca, por La mala hora… y por tantos títulos que, tras leerlos, permanecen en mi memoria con el propósito de volver a leer, porque, sabe, maestro, yo divido  los libros en dos grupos: los que leo, y los que vuelvo a leer. Los suyos pertenecen todos al segundo. Por esta razón y a modo de homenaje, le digo adiós abriendo las páginas para volver a encontrarme con sus putas tristes; seguro que agradecerán el consuelo.

    Memoria de mis putas tristes

    La casa de las bellas dormidas
1
El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía de ella desde hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
-Hoy sí.
Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir imposibles. Recobró enseguida el dominio de su arte y me ofreció una media docena de opciones deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que no, que debía ser doncella y para esa misma noche. Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres probarte? Nada, le contesté, lastimado donde más me dolía, sé muy bien lo que puedo y lo que no puedo. Ella dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto. ¿Por qué no me lo encargaste con más tiempo? La inspiración no avisa, le dije. Pero tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier hombre, y me pidió aunque fueran dos días para escudriñar a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio que en un negocio como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces no se puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa, así es más emocionante, qué carajo, te llamo en una hora.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos.
Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás, donde he pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un con sorcio de italianos, y se reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.
El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.
Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse. Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en absoluto con las gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor.
El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé mientras estaba el café, me tomé un tazón endulzado con miel de abejas y acompañado con dos tortas de cazabe, y me puse el mameluco de lienzo de estar en casa.
El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor formado el sentido del pudor social que el de la muerte.
Desde hacía meses había previsto que mi nota de aniversario no fuera el sólito lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez. Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un dolor natural a su edad, me dijo.
-En ese caso -le dije yo-, lo que no es natural es mi edad.
El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre. La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten desde fuera.
En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que coincidieran las caras con los nombres.
Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos sobresaltos, sin saber que en los noventa son peores, pero ya no importan: son riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada:
No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.
Con esas reflexiones, y otras varias, había terminado un primer borrador de la nota cuando el sol de agosto estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Pensé: Ahí llegan mis noventa años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al conjuro de aquella evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa Cabarcas para que me ayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina. Llevaba años de santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis clásicos y a mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue tan apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da el sol por la mañana, y me tumbé con el pecho oprimido por la ansiedad de la espera.
Había sido un niño consentido con una mamá de dones múltiples, aniquilada por la tisis a los cincuenta años, y con un papá formalista al que nunca se le conoció un error, y amaneció muerto en su cama de viudo el día en que se firmó el tratado de Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras civiles del siglo anterior. La paz cambió la ciudad en un sentido que no se previó ni se quería. Una muchedumbre de mujeres libres enriquecieron hasta el delirio las viejas cantinas de la calle Ancha, que fuera después el camellón Abello y ahora es el paseo Colón, en esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la buena índole de su gente y la pureza de su luz.
Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque fuera para botarla en la basura. Por mis veinte años empecé a llevar un registro con el nombre, la edad, el lugar, y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo. Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había estado por lo menos una vez.  Interrumpí la lista cuando ya el cuerpo no me dio para tantas y podía seguir las cuentas sin papel. Tenía mi ética propia. Nunca participé en parrandas de grupo ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una aventura del cuerpo o del alma, pues desde joven me di cuenta de que ninguna es impune.
La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme.  Humillado por haberla humillado quise pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario.
Alguna vez pensé que aquellas cuentas de camas serían un buen sustento para una relación de las miserias de mi vida extraviada, y el título me cayó el cielo: Memoria de mis putas tristes. Mi vida pública, en cambio, carecía de interés: huérfano de padre y madre, soltero sin porvenir, periodista mediocre cuatro veces finalista en los Juegos Florales de Cartagena de Indias y favorito de los caricaturistas por mi fealdad ejemplar. Es decir: una vida perdida que había empezado mal desde la tarde en que mi madre me llevó de la mano a los diecinueve años para ver si lograba publicar en El Diario de La Paz una crónica de la vida escolar que yo había escrito en la clase de castellano y retórica. Se publicó el domingo con un exordio esperanzado del director. Pasados los años, cuando supe que mi madre había pagado la publicación y las siete siguientes, ya era tarde para avergonzarme, pues mi columna semanal volaba con alas propias, y era además inflador de cables y crítico de música.
Desde que obtuve mi grado de bachiller con diploma de excelencia empecé a dictar clases de castellano y latín en tres colegios públicos al mismo tiempo. Fui un mal maestro, sin formación, sin vocación ni piedad alguna por esos pobres niños que iban a la escuela como el modo más fácil de escapar a la tiranía de sus padres. Lo único que pude hacer por ellos fue mantenerlos bajo el terror de mi regla de madera para que al menos se llevaran de mí el poema favorito: Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Sólo de viejo me enteré por casualidad del mal apodo que los alumnos me pusieron a mis espaldas: el Profesor Mustio Collado.
Esto fue todo cuanto me dio la vida y no he hecho nada por sacarle más. Almorzaba solo entre una clase y otra, y a las seis de la tarde llegaba a la redacción del periódico a cazar las señales del espacio sideral. A las once de la noche, cuando se cerraba la edición, empezaba mi vida real. Dormía en el Barrio Chino dos o tres veces por semana, y con tan variadas compañías, que dos veces fui coronado como el cliente del año. Después de la cena en el cercano café Roma escogía cualquier burdel al azar y entraba a escondidas por la puerta del traspatio. Lo hacía por el gusto, pero terminó por ser parte de mi oficio gracias a la ligereza de lengua de los grandes cacaos de la política, que les daban cuenta de sus secretos de Estado a sus amantes de una noche, sin pensar que  eran oídos por la opinión pública a través de los tabiques de cartón. Por esa vía, cómo no, descubrí también que mi celibato inconsolable lo atribuían a una pederastia nocturna que se saciaba con los niños huérfanos de la calle del Crimen. He tenido la fortuna de olvidarlo, entre otras buenas razones porque también conocí lo bueno que se decía de mí, y lo aprecié en lo que valía.
Nunca tuve grandes amigos, y los pocos que llegaron cerca están en Nueva York. Es decir: muertos, pues es donde supongo que se van las almas en pena para no digerir la verdad de su vida pasada.  Desde mi jubilación tengo poco que hacer, como no sea llevar mis papeles al diario los viernes en la tarde, u otros empeños de cierta monta: conciertos en Bellas Artes, exposiciones de pintura en el Centro Artístico, del cual soy socio fundador, alguna que otra conferencia cívica en la Sociedad de Mejoras Públicas, o un acontecimiento grande como la temporada de la Fábregas en el teatro Apolo. De joven iba a los salones de cine sin techo, donde lo mismo podía sorprendernos un eclipse de luna que una pulmonía doble por un aguacero descarriado. Pero más que las películas me interesaban las pajaritas de la noche que se acostaban por el precio de la entrada, o lo daban de balde o de fiado. Pues el cine no es mi género. El culto obsceno de Shirley Temple fue la gota que desbordó el vaso.
Mis únicos viajes fueron cuatro a los Juegos Florales de Cartagena de Indias, antes de mis treinta años, y una mala noche en lancha de motor, invitado por Sacramento Montiel a la inauguración de un burdel suyo en Santa Marta. En cuanto a mi vida doméstica, soy de poco comer y de gustos fáciles. Cuando Damiana se hizo vieja no se volvió a cocinar en casa, y mi única comida regular desde entonces ha sido la tortilla de papas en el café Roma después del cierre del periódico.
Así que la víspera de mis noventa años me que dé sin almorzar y no pude concentrarme en la lectura a la espera de noticias de Rosa Cabarcas. Las chicharras pitaban a reventar en el calor de las dos, y las vueltas del sol por las ventanas abiertas me forzaron a cambiar tres veces el lugar de la hamaca. Siempre me pareció que por los días de mi aniversario estaba el más caliente del año, y había aprendido a soportarlo, pero el humor de aquel día no me dio para tanto. A las cuatro traté de apaciguarme con las seis suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casáis. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito me dejaron en un estado de la peor postración. Me adormecí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono, y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que querías, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años. No me importa cambiar pañales, le dije en chanza sin entender sus motivos. No es por ti, dijo ella, pero ¿quién va a pagar por mí los tres años de cárcel?
Nadie iba a pagarlos, pero ella menos que nadie, por supuesto. Recogía su cosecha entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo. De modo que sus escrúpulos de última hora sólo debían ser para sacar ventajas de sus favores: más caros cuanto más punibles. El diferendo se arregló con el aumento de dos pesos en los servicios, y acordamos que a las diez de la noche yo estuviera en su casa con cinco pesos en efectivo y por adelantado. Ni un minuto antes, pues la niña tenía que darles de comer y dormir a sus hermanos menores, y acostar a su madre baldada por el reumatismo.
Faltaban cuatro horas. A medida que discurrían, el corazón se me iba llenando de una espuma ácida que me estorbaba para respirar. Hice un esfuerzo estéril por pastorear el tiempo con los trámites de la vestimenta. Nada nuevo por cierto, si hasta Damiana dice que me visto con el ritual de un señor obispo. Me corté con la navaja barbera, tuve que esperar a que se refrescara el agua de la ducha recalentada por el sol en la tubería, y el esfuerzo simple de secarme con la toalla me hizo sudar de nuevo. Me vestí de acuerdo con la ventura de la noche: el traje de lino blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de seda china, los botines remozados con blanco de zinc, y el reloj de oro coronario con la leontina abrochada en el ojal de la solapa. Al final doblé hacia dentro las bocapiernas de los pantalones para que no se notara que he disminuido un jeme.
Tengo fama de cicatero porque nadie puede imaginarse que sea tan pobre si vivo donde vivo, y la verdad es que una noche como aquélla estaba muy por encima de mis recursos. Del cofre de los ahorros transpuesto debajo de la cama saqué dos pesos para alquiler del cuarto, cuatro para la dueña, tres para la niña y cinco de reserva para mi cena y otros gastos menudos. O sea, los catorce pesos que me paga el periódico por un mes de notas dominicales. Los escondí en un bolsillo secreto de la pretina y me perfumé con el fumigador de Agua de Florida de Lanman & Kemp-Barclay & Co. Entonces sentí el zarpazo del pánico y a la primera campanada de las ocho bajé a tientas las escaleras en tinieblas, sudando de miedo, y salí a la noche radiante de mis vísperas.
Había refrescado. Grupos de hombres solos discutían a gritos sobre fútbol en el paseo Colón, entre los taxis parados en batería al centro de la calzada. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido bajo la alameda de matarratones floridos.  Una de las putitas pobres que cazan clientes de solemnidad en la calle de los Notarios me pidió el cigarrillo de siempre, y le contesté lo mismo de siempre: Dejé de fumar hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días. Al pasar frente a El Alambre de Oro me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino más viejo y peor vestido.
Poco antes de las diez abordé un taxi y le pedí al chofer que me llevara al Cementerio Universal para que no supiera adonde iba en realidad. Me miró divertido por el espejo, y me dijo: No me dé estos sustos, don sabio, ojalá Dios me mantuviera tan vivo como a usted. Nos bajamos juntos frente al cementerio porque él no tenía moneda suelta y tuvimos que cambiar en La Tumba, una cantina indigente donde lloran a sus muertos los borrachitos de la madrugada. Cuando arreglamos cuentas el chofer me dijo en serio: Tenga cuidado, don, que ya la casa de Rosa Cabarcas no es ni sombra de lo que fue. No pude menos que darle las gracias, convencido como todo el mundo de que no había ningún secreto bajo el cielo para los choferes del paseo Colón.
Me adentré en un barrio de pobres que no tenía nada que ver con el que conocí en mis tiempos. Eran las mismas calles amplias de arenas calientes, con casas de puertas abiertas, paredes de tablas sin cepillar, techos de palma amarga y patios de cascajo. Pero su gente había perdido el sosiego. En la mayoría de las casas había parrandas de viernes cuyos bombos y platillos repercutían en las entrañas. Cualquiera podía entrar por cincuenta centavos en la fiesta que le gustara más, pero también podía quedarse bailando de gorra en los sardineles. Yo caminaba ansioso de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba sentado en el portón de una casa de vecindad.
-Adiós, doctor -me gritó con todo el corazón-, ¡feliz polvo!
¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.
No parecía la misma. Había sido la mama santa más discreta y por lo mismo la más conocida. Una mujer de gran tamaño que queríamos coronar como sargenta de bomberos, tanto por la corpulencia como por la eficacia para apagar las candelas de la parroquia. Pero la soledad le había disminuido el cuerpo, le había avellanado la piel y afilado la voz con tanto ingenio que parecía una niña vieja. De antes sólo le quedaban los dientes perfectos, con uno que se había hecho forrar de oro por coquetería. Guardaba un luto cerrado por el marido muerto a los cincuenta años de vida común, y lo aumentó con una especie de bonete negro por la muerte del hijo único que la ayudaba en sus entuertos. Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole.
La tienda tenía un foco macilento en el plafondo y casi nada para vender en los armarios, que ni siquiera cumplían como pantalla de un negocio a voces que todo el mundo conocía pero nadie reconocía. Rosa Cabarcas estaba despachando a un cliente cuando entré en punta de pies. No sé si me desconoció de veras o si lo había fingido por guardar las formas. Me senté en el escaño de espera mientras se desocupaba y traté de reconstruirla en la memoria como había sido. Más de dos veces, cuando ambos estábamos enteros, también ella me había sacado de espantos. Creo que me leyó el pensamiento, porque se volvió hacia mí y me escudriñó con una intensidad alarmante. No te pasa el tiempo, suspiró con tristeza. Yo quise halagarla: A ti sí, pero para bien. En serio, dijo ella, hasta te ha resucitado un poco la cara de caballo muerto. Será porque cambié de comedero, le dije por picardía. Ella se animó. Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de galeote, me dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: Lo único distinto desde que no nos vemos es que a veces me arde el culo. Su diagnóstico fue inmediato: Falta de uso. Sólo lo tengo para lo que Dios lo hizo, le dije, pero era cierto que me ardía de tiempo atrás, y siempre en luna llena. Rosa rebuscó en su cajón de sastre y destapó una latita de una pomada verde que olía a linimento de árnica. Le dices a la niña que te la unte con su dedito así, moviendo el índice con una elocuencia procaz. Le repliqué que a Dios gracias todavía era capaz de defenderme sin untos guajiros. Ella se burló: Ay, maestro, perdóname la vida.
Y fue a lo suyo.
La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien criada, pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo: Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por adelantado. Así fue.
La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales, había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.
No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se volvía insoportable a medida que avanzaba la noche.  Era imposible imaginar cómo era la cara pintorreteada a brocha gorda, la espesa costra de polvos de arroz con dos parches de colorete en las mejillas, las pestañas postizas, las cejas y los párpados como ahumados con negrohumo, y los labios aumentados con un barniz de chocolate. Pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia.
A las once fui a mis trámites de rutina en el baño, donde estaba su ropa de pobre doblada sobre una silla con un esmero de rica: un traje de etamina con mariposas estampadas, un calzón amarillo de malapodán y unas sandalias de fique. Encima de la ropa había una pulsera de baratillo y una cadenita muy fina con la medalla de la Virgen. En la repisa del lavabo, una cartera de ruano con un lápiz de labios, un estuche de colorete, una llave y unas monedas sueltas. Todo tan barato y envilecido por el uso que no pude imaginarme a nadie tan pobre como ella.
Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro decadena, sentado y como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no mojara los bordes de la bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potro cerrero. Antes de salir me asomé al espejo del lavamanos. El caballo que me miró desde el otro lado no estaba muerto sino lúgubre, y tenía una papada de Papa, los párpados abotagados y desmirriadas las crines que habían sido mi melena de músico.
-Mierda -le dije-, ¿qué puedo hacer si no me quieres?
Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por dentro como un acorde de arpa, se volteó hacia mí con un gruñido y me envolvió en el clima de su aliento ácido. Le apreté la nariz con el pulgar y el índice, y ella se sacudió, apartó la cabeza y me dio la espalda sin despertar. Traté de separarle las piernas con mi rodilla por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño.
Delgadina, alma mía, le supliqué ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre, escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importó. Me pregunté de qué servía despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.
Nítidas, ineluctables, sonaron entonces las campanadas de las doce de la noche, y empezó la madrugada del 29 de agosto, día del Martirio de San Juan Bautista. Alguien lloraba a gritos en la calle y nadie le hacía caso. Recé por él, si le hiciera falta, y también por mí, en acción de gracias por los beneficios recibidos: No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio.
La niña gimió en sueños, y recé también por ella:  Pues que todo ha de pasar por tal manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.
Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.
Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que mis rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.

    Y para terminar, mi recomendación literaria para este mes:
    Título: El sanador de caballos
    Autor: Gonzalo Giner
    Reseña:
    Después de derrotar al ejército cristiano, las tropas almohades se abren paso a sangre y fuego arrasando todo lo que encuentran en su camino. Diego de Malagón, el humilde hijo de un posadero, es testigo horrorizado del asesinato de su padre y del secuestro de sus hermanas. A duras penas consigue huir a lomos de su inseparable yegua Sabba y alcanzar la ciudad de Toledo donde conoce a Galib, un veterinario mudéjar. Asombrado por el talento innato que el muchacho tiene para tratar a los animales, Galib le enseña a curar los caballos. A partir de ese momento, Diego hurgará en las entrañas de la biblioteca de un monasterio cisterciense, luchará en un torneo por el amor de una noble y formará parte de una sociedad secreta de espías que consigue infiltrarse en Sevilla, la entonces capital del califato musulmán, donde empieza a lograr sus objetivos.

Mesa camilla

En una de esas tertulias radiofónicas tan de moda en estos días, oigo, por casualidad, un debate sobre lo mal que se trabaja, desde hace unos años,en empresas, organismos e instituciones. Nunca ha habido tantos errores, tantos fallos, tantos retrasos –dice no sé qué informe-,y la tendencia es a seguir empeorando. Cada tertuliano dio su opinión, pero me quedo con la siguiente: el demostrado deterioro en este terreno obedece a que las plantillas de trabajadores son, poco menos que en mayoría, de gente joven, de jóvenes que están bien formados, con estudios superiores incluso, con cursos y cursillos de todo tipo, pero carecen de recursos personales, de resolución, de práctica y de otras habilidades que solo se adquieren con la experiencia. Estuve de acuerdo pero eché de menos que la tertuliana no aclarara que la experiencia laboral no se adquiere solo con los años de trabajo, se adquiere, sobre todo, trabajando con personas de mas edad, de otras generaciones, algo que los jóvenes de hoy ni siquiera tendrán la oportunidad de hacer, con lo cual es normal que las cosas vayan de mal a muy mal. ¿Pero por qué se debate esto en los medios de comunicación como si fuera un fenómeno extraño cuando en realidad no es otra cosa que el fruto de lo que hemos sembrado?  
     A lo largo de los últimos años, los españoles hemos sido testigos directos de cómo las empresas más importantes del país, pese a ingresar más dinero que nunca, pactaban jubilaciones anticipadas con el beneplácito de los partidos políticos, de los sindicatos y para qué negarlo, de los propios trabajadores en no pocos casos. En general recibían la propuesta de despido como si les hubiera tocado el gordo de la lotería. Estaban encantados con la nada despreciable indemnización económica que les ponían en las manos, con ganar más sin trabajar que trabajando y con disponer de todas las horas del día para hacer lo que les viniera en gana.
     No faltaron voces que se alzaron en contra de tan sospechosas prejubilaciones y alertaron de las negativas consecuencias por no decir catastróficas que no tardarían en pasarnos factura.
    Primero: Se trataba de acabar con trabajadores que tenían derechos adquiridos para ser reemplazados por otros que jamás los adquirirían, con lo cual, los derechos laborales que tanto había costado conseguir, pasarían a la historia.
    Segundo: Las empresas, incluso las que durante muchos años habían sido modelo de eficacia, en manos de personal sin experiencia y sin compañeros de los que aprender, no tardarían en ser modelo de todo lo contrario.
    Tercero: El elevado número de ciudadanos sin responsabilidades, sin obligaciones, sin actividad laboral en lo mejor de su vida profesional y plenas capacidades físicas y mentales solo conseguiría multiplicar el número de depresiones y problemas psicológicos.
    Y cuarto: Se dispararía el número de pensionistas, descendería el número de trabajadores, y si para pagar una pensión, tres trabajadores tenían que cotizar, ¿cómo demonios íbamos a cuadrar las cuentas?
    Pero los empresarios, los partidos políticos y los sindicatos hacían oídos sordos y seguían a lo suyo sin trabas por parte de los trabajadores que conseguían “premio” en su tómbola de disparates. “La vela que va delante es la que alumbra”, decían estos interpretando de envidia cualquier desacuerdo, y ahora, ante la luz de la vela que abrió el camino de sus hijos, los ven trabajar, en el mejor de los casos, con contratos basura, sin adquirir ningún derecho, con sueldos miserables y sin más futuro laboral que el de ser despedidos sin indemnización alguna. Siguen disponiendo de todo el tiempo del mundo para viajar y dedicarse a otros placeres, pero sus pensiones han ido bajando poco a poco, los precios subiendo mucho a mucho, y sus hijos, o no logran independizarse, o vuelven a casa con las manos vacías tras haberlo hecho,y el sueño de vivir como reyes a partir de los cincuenta años, se ha quedado en la realidad de tener que vivir como esclavos a partir de los sesenta, algo que, como era de esperar, les afecta seriamente a la salud, y lo que es peor, a la salud de todos, porque todos sufrimos las consecuencias de la falta de personal en las empresas, servicios e instituciones, de la sobra de personal sin experiencia,sin ganas de luchar por un puesto de trabajo que saben van a perder de todas formas, sin ocasión de desarrollar sus capacidades, sus ideas,sus iniciativas, porque a ninguno le falta el jefetillo de turno que cobra lo suyo y lo ajeno por marcarles  objetivos imposibles de cumplir para poder despedirlos con toda la razón del mundo, sin ilusión por superarse y sin ganas de encontrarla. Pero ¿quién se siente culpable?
     Absolutamente nadie, la culpa de tantos parados en edad laboral, de tantos jóvenes trabajando a disgusto, de tan mala calidad en los servicios, es, simplemente, de la crisis, de esa crisis que, en efecto, cocinaron entre empresarios, políticos y sindicatos, pero que basta hacer memoria para llegar a la conclusión de que contaron con la sal y el laurel de aquellos trabajadores que aceptaron por dinero aquellas prejubilaciones voluntarias y negándose a ver que estaban poniendo en peligro el futuro laboral de sus hijos y mucho me temo que hasta de sus nietos, porque perder los derechos es muy fácil, pero recuperarlos es tan difícil que de momento tendremos que conformarnos con recoger el fruto de lo que hemos sembrado.

Cajón de Sastre

1 de Mayo

    Día del Trabajo

    Su historia:

    Los orígenes del día del trabajo se remontan al primero de mayo delaño 1886, cuando un grupo de obreros norteamericanos se proclamó exigiendo jornadas de 8 horas de trabajo, ya que anteriormente rondaban entre las 12 y 16horas. La central obrera norteamericana de 1886, proclamó en su 4 Congreso de 1884, la jornada de 8 horas a partir del 1º de Mayo de 1886, realizando una huelga masiva en los Estados Unidos; ante esto, algunos sectores industriales aceptaron la jornada de 8 horas, pero otros sectores prefirieron reprimir la lucha sindical en ciudades como Milwaukee, Filadelfia,
Louisville, St. Louis, Baltimore y principalmente en Chicago.

    En este último, con saldo de varios muertos y cientos de heridos, ya que, además de las fuerzas policiales y antimotines, en Chicago, participó en la represión el grupo Pinkerton, especie de policía privada al servicio de los industriales y empresarios. EL Saldo fue de seis muertos y medio centenar de heridos, por lo que los dirigentes del movimiento convocaron una concentración para el 4 de mayo en el Haymarket Square, acto público que terminó con un bombazo que alguien lanzó sobre el cuerpo policial provocando la muerte de un policía y dejó varios heridos.

    Dicho acto fue utilizado como pretexto para abrir fuego contra los trabajadores, matando a varios y causando 200 heridos y arrestaron al inglés Fielden, los alemanes Spies, Schwab, Engel, Fischer y Lingg y los norteamericanos Neebe y Parsons, los cuales tuvieron que sufrir un proceso fraudulento con pruebas ilegales, faltas a la normatividad jurídica de la época y fueron juzgados en grupo en vez de manera individual y condenados Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg y Engel- a ser ahorcados, y Neebe, a 15 años de prisión.

    El movimiento obrero internacional, adoptó el 1º de Mayo como el Día de los trabajadores, por acuerdo del Congreso Obrero Socialista de la 2ª. Internacional.