martes, 31 de enero de 2017

COSAS DE GARIPIL

¡Hola! Hace frío, mucho frío, tanto que he decidido quedarme esta tarde en casa, sentado en mi sillón favorito, envuelto en mi manta de cuadros verdes, rojos y amarillos y con un libro entre las manos. ¿Quieres acompañarme? Leer es el único deporte que no tiene contraindicaciones.
  
    El consejo del reloj

    El señor Goutier era un ciudadano más del país de los relojes. Vivía en la capital del mismo, una ciudad de postal y de placer, bella por la mano de Dios y habitable por la del hombre. Trabajaba de acomodador en un cine y vivía en un bungalow de alquiler. Una mañana de invierno recibió la visita de su casera.
    —Buenos días, querido inquilino, -le dijo la mujer en el living, clavándole la mirada en los ojos cual hoja de navaja.
    “Finge al desearme tan buenos días -pensó el señor Goutier mientras la invitaba a sentarse en el cesto de la ropa sucia que puesto boca abajo hacía las veces de sillón- pues mucho me temo que viene a traerme uno de los más terribles de mi vida”. Y metiéndose de golpe toda la inquietud en el hígado para que no se le viera respondió al saludo con cortesía real.
    —Buenos días, querida casera, buenos días.
    Y bajando el volumen de su voz para que los vecinos no pudieran oír ni el eco a través del tabique, preguntó:
    —¿Qué se le ha perdido por aquí, con este frío y a estas horas?
    La casera, que apenas se había acomodado en el asiento, se colocó la bufanda, acabó de abrocharse el abrigo, se puso en pie de un impulso, e irguiéndose sobre sus zapatos de medio tacón le explicó:
    —Perder... lo que se dice perder, no se me ha perdido nada. Como lo que busco es mío, no he de darlo por perdido. ¿Se ha olvidado usted de que ha transcurrido casi un mes desde que acabó el último trimestre y no le he visto ni la intención de pagarme el alquiler? Pues abra bien los oídos que se lo recuerdo con dos palabras. A partir de hoy, cuente con dos meses de plazo. Al concluir los cuales deberá liquidarme lo atrasado y abonarme un trimestre por adelantado. Si se sigue haciendo el sordo autorizaré a mi abogado para que actúe en consecuencia, y la consecuencia ya sabe cual es, que en veinticuatro horas lo ponga en la calle con estos cuatro trastos que tiene. ¿Quiere que se lo repita por escrito por si vuelve a fallarle la memoria?
    El señor Goutier sacudió la cabeza con energía, como para cambiar el curso del río que acababa de inundar su inculcada entereza, dio unos pasos hacia atrás, articuló los labios para pedir disculpas, tiempo, solidaridad, incluso, pero ¡zas!, un portazo le advirtió que estaba solo, completamente solo. Abrió la ventana. "¡Señora, señora!", iba a implorar, pero el ruego se le estranguló en la garganta. La casera descendía la escalera que dividiendo el jardín en dos conducía a la salida echando relámpagos por los ojos y truenos por la boca. "Con caraduras como éste es inútil gastar bálsamo. -gruñía-
Si le abro más el frasco, cuando quiera pagarme, cobran mis herederos, y no estoy dispuesta a dejar este salón sin bailar mis rentas". Y ante tanta testarudez, cerró la ventana vencido.
    El señor Goutier se quedó sin brújula. Empezó a andar de un lado para otro como los vagabundos, sin saber por qué, ni a dónde ni para qué. De repente se sorprendió en la cocina y pensó que para ubicarse lo mejor era desayunarse. Acercó un cazo con leche al hornillo y mientras ésta rompió a hervir se fue a la despensa a rescatar de una balda de plástico el único tazón que tenía. No había regresado cuando unas burbujas blancas intentando escalar los bordes del recipiente le avisaron con su peculiar ¡chuf!, ¡chuf!, ¡chuf!
    —Desayune, señor Goutier, desayune. Ya verá como con el estómago lleno ve las cosas más claras. Y después, a fregar el hornillo.
    Con la esperanza de situarse asió el cazo por el asa, lo embrució sobre el tazón y ¡pumba!, un vertical, rápido y humeante lengüetazo de leche le lamió los pies. Al librarse de las pantuflas, vio lo que tenía: tres dedos del derecho escaldados y cuatro del izquierdo. Entre ayes y maldiciones se curó en el cuarto de baño con un ungüento maravilloso. Volvió a la cocina. El estómago le pidió algo con urgencia. Se preparó un té de minuto quebrado, lo endulzó bien, lo bazuqueó y al primer sorbo ¡puf, qué asco!, había equivocado el bote del azúcar con el de la sal y aquella especie de agua de bacalao caliente desapareció rauda por el desagüe del fregadero. Los pies no le escocían ya, le ardían, "Este ungüento no sana, mata -bisbiseó con muy malas pulgas-. Ahora mismo me voy a que el boticario me devuelva el importe íntegro y que se las entienda con el laboratorio". Pero antes tenía que cumplir con el estómago. Y ya no se le conformaba con líquidos, le exigía algo sólido. De entre los trozos de hielo que se peleaban en un cajón metálico sacó una barra de mantequilla y se untó una gran tostada, pero al darle el primer mordisco ¡puaf, qué horror!, había embadurnado la servilleta y una de las esquinas se le hizo estopa entre los dientes. Fue a cepillárselos y al coger los artilugios desistió de reclamar al boticario. Sus quemaduras se quejaban con razón, con mucha razón. ¿Cómo iban a conformarse con el dentífrico que les había aplicado si no era otra cosa que un puré de cortezas de limón y vinagre hecho por él mismo? Lo tiró a la basura. "Si es tan malo para los pies, -se dijo-, no puede ser tan bueno para la boca".
Ya sin oír los ruegos y las amenazas del estómago se puso a hacer las tareas domésticas pero tan pronto limpiaba el polvo con la escoba como barría con la gamuza. El reloj de una plaza contigua hizo sonar las doce campanadas del mediodía y
aquel din-don acabó de desatar el haz de nervios del señor Goutier. "Si el dragón de
siete cabezas, catorce ojos y siete bocas, se tragara de una vez todos los relojes de la
ciudad, mejor sol me alumbraría –masculló-. ¡Malditos sean! Ellos tienen la culpa de mi desgracia, ellos y nadie más. Los desprecio con todas mis fuerzas. ¿Qué digo los desprecio? ¡Los odio, los odio y los odio! Pero mucho civismo me sobra o esta misma noche dejan de ponerme trabas”. Y con una idea clavada en los sesos abrió las puertas del  armario que no era otra cosa que un hueco en la pared cubierto por una cortina de hule viejo. Se cambió el batín por ropa de abrigo, de mucho abrigo. “Tengo que recorrer la ciudad de norte a sur y de este a oeste un par de veces -pensó y tampoco es plan de acabar con una pulmonía”. Cerró la ventana. El cielo estaba a punto de echarse a llorar. Se plantó pues las botas, el gabán y el bombín, cogió el bastón y salió de casa.
Ya en la calle se ubicó mentalmente. No podía perder tiempo en rodeos, en vueltas inútiles. En un bolsillo llevaba varios lápices: uno para usar, los demás, de repuesto. Y en el otro un mapa de la ciudad. Empezó a llover, a ratos a vasos, a ratos a jarros. Y entretenidas en este veleidoso juego se pasaron las nubes todo el día. Pero él seguía andando y andando, a ratos a pasos cortos, a ratos a pasos largos. Sólo cuando veía un reloj en una plaza, en un parque o en la torre de una iglesia, se paraba y protegido por la marquesina de un comercio, el alero de un tejado o el voladizo de un balcón, hacía una cruz en el mapa.
    Al caer la tarde entró en una hamburguesería.
    —¿Qué va a tomar el caballero?, -preguntó el empleado en tono profesional.
     —Un sandwich mixto, un agua mineral con gas y un zumo de pomelo.
     Estuvo a punto de añadir: "Esta noche necesito un buen complejo vitamínico",
pero se ahorró la frase, no era de listos dar pistas.
    Mientras el empleado disponía su cena, su comida y su desayuno, sacó el mapa y lo extendió sobre la mesa. Tenía muchas, muchas cruces, tantas que parecía un cementerio. Las contó y el número coincidía con el de relojes que había en la ciudad. Volvió a contarlas. Quería asegurarse de que no se le había despistado ni un solo reloj: con uno que dejara funcionando gastaría sus energías inútilmente.
    —Pero Goutier, querido Goutier, ¿te has vuelto loco? -le preguntó súbitamente la firme voz de su civismo, avanzando con dificultad por el laberinto de cruces- ¿No comprendes que si tú averías los relojes esta noche mañana mismo empezarán los técnicos a arreglarlos?
    —Síii... claro, ya he pensado en ello -respondió él sin perder la calma mientras doblaba el mapa para callarla-. Pero entre las averías y los arreglos, yo resuelvo mi situación económica. Y cuando vuelva a planteárseme...
    El empleado llegó con la salvilla de cartón piedra. Iba repleta. El señor Goutier no comió, devoró su contenido. Y mientras el estómago le daba las gracias efusivamente se caló el bombín, se envainó el gabán, asió el bastón, y sin arrancarse la idea de la sesera se plantó en la calle para llevarla a cabo, para darle categoría de hecho, de práctica realidad.
    Los relojes de la ciudad unieron sus campanadas para tocar al unísono la nana de la Media Noche, y los ciudadanos, borrachos de zozobras cotidianas, ávidos de sosiegos nocturnos, cerraron los ojos y hasta mañana. El señor Goutier, mapa en mano, empezó a caminar bajo un aguacero lento, continuo, sin visos de amainar en unas horas. Al cruzar una plaza se detuvo, se ubicó frente al reloj, y sin reverencias ni bendiciones, alzó el bastón y ¡pim-pam!, se lió a bastonazos con él. De su péndulo brotaron unas lágrimas de dolor, de perplejidad, de impotencia, pero el señor Goutier, ajeno a sus sentimientos, huyó de allí. Al doblar una esquina vio cómo una sombra lo perseguía. "Los gendarmes, son los gendarmes -se dijo nervioso mientras dejaba de andar para echar a correr-. Me esposarán, me llevarán ante el juez, me meterán entre rejas..." Pero al descubrir que la sombra se limitaba a seguir sus movimientos, que no intentaba dar un paso para adelantarlo, comprendió que se trataba de su propia sombra, y muerto de risa se detuvo e hizo un tachón sobre una de las cruces del mapa.
    Ya más tranquilo reanudó la marcha. Al pasar junto a una iglesia se detuvo de nuevo, cogió una piedra y ¡plaf!, la lanzó sobre el reloj de la torre. La esfera cayó al suelo entre ayes y maldiciones de pena, de rabia, pero el señor Goutier, insensible a sus lamentos, se alejó de allí. Al superar la puerta del zoo reparó en unos pasos que lo seguían. "Es un león, un león que se ha escapado. -se dijo temblando mientras dejaba de andar para echar a correr- Me atrapará, me devorará, acabaré entre sus tripas". Pero al descubrir que los pasos avanzaban a su ritmo, que no cambiaban de trayecto, comprendió que se trataba de sus propios pasos, y muerto de risa se detuvo e hizo otro tachón en otra de las cruces del mapa.
    Ya sin miedo reemprendió la marcha. Al entrar en un parque se dirigió hacia la fuente, se plantó ante el reloj, levantó el bastón y ¡zis-zas!, se lió a bastonazos con él. Sus manecillas se pararon en seco de dolor, de miedo, de tristeza, pero el señor Goutier, sordo a sus quejas, escapó de allí. De repente se fijó en las lámparas encendidas del último piso de un rascacielos. "Ahí hay gente, mucha gente despierta. -se dijo descompuesto mientras dejaba de andar para echar a correr- Me han visto, saldrán a por mí, acabarán de buscarme la ruina por mal ciudadano..." Pero al ver que nadie iba tras él, que nadie gritaba a sus espaldas, comprendió que había visto fantasmas donde sólo había luz, y muerto de risa se detuvo e hizo otro tachón sobre otra de las cruces del mapa.
    Al filo del alba comprobó con alegría que había transformado en tachones todas las cruces del mapa. Sólo una permanecía intacta, lanzándole amenazas con sus brazos en equis: la de la boutique de los relojes. Y tan confiado como veloz se dirigió hacia ella.
    La boutique de los relojes era una antigua casa señorial, ubicada en el centro de la ciudad. En cuanto el señor Goutier se vio en el umbral enarboló el bastón y ¡zas!, de un mayúsculo bastonazo hizo añicos el reloj que sobre la puerta presidía la entrada, aquel reloj que había sido el primero de los relojes, aquel reloj que llevaba medio siglo dando la hora a los transeúntes y saludándoles cada quince minutos con su voz de campanillas. A patadas tiró la puerta. Entró en el hall. Los relojes, desde el interior, le dieron la bienvenida al unísono. “Tic-tac, tic-tac, tic-tac”, le sonreían unos. “Cu-cu, cucu, cu-cu”, le sonreían otros. “Tan tan, tan tan, tan tan”, le sonreían y le sonreían los demás. Pero el señor Goutier, en lugar de alegrarse, se escandalizó. “¡Oh, qué horror! Esto no son relojes, son avispas”. Y para aislarse por completo del runrún del “enjambre” se introdujo sendos tapones en los oídos. Libre del zumbido abrió una puerta de cristal con máculas de luces y sombras, descendió una escalera de ocho peldaños de mármol y se vio en la sala principal.
    A cualquiera se le habrían llenado los ojos de maravillas, a él se le llenaron de fantasmas, fantasmas que pendían de las aterciopeladas paredes, fantasmas que colgaban del artesonado techo, fantasmas que se erguían sobre los alineados pedestales de madera noble... fantasmas que bajo los golpes de su bastón fueron desvaneciéndose a sus pies.
    —¡Alto, mal hombre, alto! -le ordenó súbitamente un relojito con forma de pájaro mientras se encaramaba por si acaso en el palo de la jaula- ¿Qué le hemos hecho a usted los relojes para que nos rompa el alma a bastonazos?
    —¿Que qué me habéis hecho? -preguntó él dirigiendo el bastón hacia su cabecita- Arruinarme la vida, no dejarme ganar ni para lo imprescindible. ¿Te parece poco?
    Pero en cuanto el puntero rozó las rejas de la jaula, el pájaro abrió la puerta con el pico ¡y a volar!
    Ni que el reloj hablara, ni que el reloj volara, el señor Goutier no se achicó por nada. Al contrario. Cogió el bastón con ambas manos y empezó a perseguirlo cual gato al ratón. El “gato” asestaba bastonazos a diestro y siniestro; el “ratón” volaba y volaba esquivando el puntero. De repente un molinete rozó sus plumas, se cimbreó, dio unas volteretas, descendió unos palmos... pero en un esfuerzo de habilidad controló sus alas, reanudó el vuelo y se posó en el aro de rosetones que ribeteaba la cima de una columna de alabastro.
    —Ahora, sinvergüenza, atrévete ahora.
    El señor Goutier apretó las mandíbulas para coger fuerzas, enderezó el bastón, se fue a la columna y ¡zas!, el bastón se le partió en dos, en dos mitades que al saltar se le clavaron en el pecho a modo de espadas.
    “¡Ja, ja, ja, ja!...” rompió a reír el reloj desde las alturas.
    “¡Gua, gua, gua, gua,!...” empezó a llorar el señor Goutier en las bajuras. Después del concierto de risas y lágrimas el reloj descendió la columna y se
postró a sus pies.
    —Ya eres un hombre sin bastón, un hombre sin recursos para enfrentarse a un reloj. Qué pena me dais los hombres a veces, los hombres que necesitáis armas para ser valientes y herir para sentiros héroes. Pero no temas, pobre diablo, no temas, ni abriré el pico en tono de alarma para que vengan los gendarmes, ni lanzaré las campanadas con sones de trinos para alertar a los vecinos, a los transeúntes... permaneceré en silencio para que puedas huir antes de que lleguen el dueño de la relojería y los empleados. A veces hasta los relojes tenemos mejor corazón que las personas. Y para que lo veas, ¡dime!, ¿puedo ayudarte en algo?
    —En mucho. Y aunque no lo creas, eres el único que puedes hacerlo.
    —¿Cómo?
    —Dejando de funcionar, averiándote, no dándole la hora a nadie.
    —¡Qué barbaridad! Ya que no actúas con cabeza, habla al menos con franqueza.
    —Verás. Soy acomodador de cine. Mi sueldo es mínimo, tan mínimo que no
me da para lo necesario. Para eso contaba con las propinas de los espectadores que
por llegar tarde tuviera que situar en sus butacas rasgando las sombras con la luz de mi linterna, pero como vosotros les dais la hora constantemente, ellos llegan en punto y yo me quedo con la mano abierta. Y lo peor de todo es que las deudas contraídas con mi casera me tienen ya con un pie dentro de casa y el otro fuera.
    —¡Qué tontería! Con relojes o sin relojes, aquí todos sois puntuales. ¿Acaso llegas tú antes o después de la hora a algún sitio y ni cuentas nuestras campanadas ni miras nuestras agujas? Pero ¿quieres un consejo? Vete a ejercer a España. Si lo que buscas es salir de apuros con propinas de impuntuales, allí te pondrás a salvo en menos de lo pensado.
    —¿Y por qué lo sabes tú?
    —Porque aunque nací aquí, empecé a trabajar allí.
    —¡Cuenta, cuenta! No es cuestión de liarme a cruzar fronteras por un simple consejo.
    —¿Qué quieres que te cuente? -preguntó el reloj entre suspiros- Yo era un reloj de esfera amplia, de números claros, de agujas exactas y de campanas que imponían a los hombres el ritmo de su tan tan. Un día me conoció el Rey de España y dijo: "Vente a mi reino, enseña a mis súbditos a ser puntuales. Es el único defecto que tienen y no quiero morirme sin hacerlos perfectos". Y para que el Rey jugara a hacer milagros, a España me fui con él. Empecé a trabajar en una estación de ferrocarril. "Que llega el tren de las cuatro”. “que sale el tren de las diez", decían y decían, pero yo les daba las horas y ni el que llegaba venía ni el que salía se iba. Luego estuve en un mercado de abastos. "¡A cerrar los puestos, que pasó el tiempo de tenerlos abiertos!", ordenaba yo dando la hora, pero los clientes llegaban en el último momento y era como sin acabar volver a empezar. Después, en una plaza. No sé los años que me tiré allí dándoles los cuartos, las medias y las enteras a los millones de yentes y vinientes que desfilaban ante mí, para que nunca llegaran tarde, para que jamás llegaran pronto, para que no perdieran el tiempo, para que no se lo hicieran perder a nadie... para que fueran correctos en todo momento, corteses. Pero en lugar de mirar mis agujas para informarse, miraban mi silueta y se entusiasmaban con mi belleza, y la que debió ser la plaza de la Hora, acabó siendo la plaza del Reloj, hasta que un día, harto de ser un objeto para adornar las fachadas, una orquesta para entretener a los paseantes, una lindeza para favorecer las fotografías de los turistas... cogí y de rabia me paré. Como en España no había relojeros para ponerme en marcha fue un calderero, y tantas piezas me cambió, me puso y me quitó, que de aquel hermoso reloj de calle hizo este relojito con forma de pájaro al que llamó Cucú. Y en cuanto me vi solo y con alas, remonté el vuelo ¡y a mi país! Y desde entonces ¡aquí me tienes!, escondidito en la jaula por si entre los clientes entra algún español y se prenda de mí. ¿Comprendes ahora por qué tu bastón no me vio con la misma facilidad que a mis compañeros?
    —Comprendo, comprendo. ¡Claro que lo comprendo! 
    —Pues bien, si lo tienes tan claro, ¡lárgate! Aunque hayas averiado los relojes, el tiempo pasa. Y si te pillan aquí...
    Y de un gracioso vuelo se metió en la jaula y cerró la puerta con el pico.
    El señor Goutier salió de la boutique avergonzado del desastre que dejaba detrás. El cielo se había cansado de llorar y el arco iris desdoblaba sus siete pañuelos para secarle las últimas lágrimas. El consejo del reloj le danzaba en la cabeza. “¿Y si le hiciera caso? ¿Y si me fuera a probar suerte?” Y poco a poco se fue acercando a él para danzar juntos.
    Con reloj y sin reloj el tiempo pasó y se agotó el plazo dado por la casera del señor Goutier.
    Aquella mañana de primavera la mujer disfrutaba del mejor de sus sueños cuando un timbrazo tan potente como prolongado la sacó de la cama.
    —¡Ya voy! ¡Ya voy!, -gritó la mujer dando tumbos por el pasillo, malhumorada por tener que salir en bata y con los rulos puestos.
    Antes de abrir la puerta echó un ojo por la mirilla y al reconocer al visitante cambió de actitud.
    —¡Pase, pase, querido inquilino, pase! Es tan temprano que ni siquiera había recordado que hoy era el diado. Pero antes de entrar, ¡dígame!, ¿viene usted con el cheque o sin el cheque?
    —Sin el cheque, -respondió el recién llegado, echando un pie con seguridad.
     La casera perdió el color.
    —Pues váyase a coger sitio a la orilla del puente que hoy mismo pongo el bungalow en venta.
    Pero el señor Goutier echó el otro pie, se coló delante de sus narices, avanzó unos pasos, dio media vuelta, se sentó en un sillón de piel de vaca, cruzó las piernas, encendió un puro sin pedir permiso y sacó del bolsillo un fardo de billetes.
    —No es preciso que lo ponga en venta: ya tiene comprador. ¿cuánto vale?
    La casera recobró el color, cerró la puerta, cogió el sillón gemelo del que ocupaba su inquilino, lo acercó y se sentó frente a él mientras pensaba “¡Menos mal que va a ser mi cuerpo quien disfrute mi bungalow y no mi alma!”
    Cuando el señor Goutier salió de aquella casa no se despidió de su casera, se despidió de su mejor amiga. Con dos mofletes se dirigió a su pequeño bungalow. “¡Qué alegría poder llamarlo mío!” Pero antes de abrir la puerta se volvió sobre sus pasos y se fue a la boutique de los relojes.
    —Quiero comprar un reloj, -le dijo al empleado que salió del mostrador para atenderlo.
    —Elija entre todos los que ve. ¿Quiere un sol de noche?
Son aquellos, tienen la esfera iluminada. ¿Prefiere alguno de éstos que además
de dar tocan las horas? Los hay de campanas, de cascabeles, de sinfonías...
    —No, no -musitaba el señor Goutier acompañándose de un vaivén de
cabeza-. Quiero aquel, aquel de la jaula.
    —¿Aquél?
    —¡Sí, aquél!
    —Le advierto que aunque ni es el más grande ni es el mejor, es el más caro de todos. Fue el único que nos dejaron en marcha la noche de los palos y no hemos tenido que rebajarle el precio como a los demás. ¿No se enteró usted de la catástrofe?
    —No... no... he estado varios meses fuera, en el extranjero, pero no importa, cueste lo que cueste, me lo llevo.
    Cuando el señor Goutier llegó al bungalow colgó el reloj de una alcayata dorada que había clavado en el living.
    —No sé, querido reloj, no sé cómo pagarte el consejo que me diste, fui a España para pagar el alquiler del bungalow y lo he comprado. ¿Qué te parece?
    —Que me siento requetepagado con que me hayas salvado de caer en manos de un español; además, ¿te parece mal pago poder ser el primer reloj que dé las horas entre los muros de una casa?

    María Jesús Sánchez Oliva.

     Relación de libros publicados por mi autora: María Jesús Sánchez Oliva. Pero antes quiero recordarte que por ser el primero de sus libros me ha distinguido con este espacio en su blog del que me siento tan orgulloso como responsable.
    Garipil-1995.
    Reseña: Garipil es un semáforo. Nace con una idea en la cabeza: decir a la sociedad que las máquinas como él nacen para estar al servicio del hombre, para ayudarle en todas las tareas que tiene que realizar, para hacerle la vida más cómoda, pero en ningún caso para suplirlo. Su mensaje es tan aconsejable para niños como para mayores.
    Letanías-1999.
    Reseña: Letanías es una colección de historias breves pero completas. El libro ideal para los que quieren leer pero les falta paciencia para enfrentarse a libros con muchas páginas. Algunos de los relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios.
    El rosario de los cuentos-2003.
    Reseña: En los primeros años de la posguerra española, en un pueblo de Castilla, un cura de la época es incapaz de encauzar a sus feligreses por el camino recto a través del Santo Rosario, como era costumbre. Ante su fracaso decide transformar cada misterio en un cuento. El resultado son quince cuentos para niños de distintas edades. Cada cuento está ilustrado con una viñeta alusiva a la época. Este libro obtuvo el tercer premio en el Concurso de Cuentos Tiflos en su edición de 1996.
    Cartas de la Radio-2007.
    Reseña: Cartas de la Radio es una colección de cartas o artículos de opinión escritas y leídas en un programa de radio por María Jesús Sánchez Oliva durante cuatro años. Las cartas van dirigidas a políticos, ciudadanos de a pie, víctimas del terrorismo, instituciones, asociaciones, etc, y no pocas nos llevan a acontecimientos que siguen vivos en nuestra memoria.
    Cuentos de la Cigüeña (Soles y Lunas)-2014.
    Reseña: Son doce cuentos escritos en verso con los que las mamás –y los papás- disfrutarán leyéndoselos a sus hijos y los niños aprenderán a amar la poesía a la vez que los cuentos.

    Para más información sobre los libros, hacer un comentario o simplemente saludarme, solo tienes que contactar conmigo a través de mi dirección de correo electrónico:

garipil94@oliva04.e.telefonica.net 

    Estaré encantado de responderte.

    Gracias por tu visita y hasta el próximo número.

No hay comentarios:

Publicar un comentario