sábado, 1 de abril de 2017

CAJÓN DE SASTRE

LA MANTILLA.

    La voz «manto» es una de las palabras más antiguas utilizadas en lengua castellana, y de ella derivó, como diminutivo suyo, el término «mantilla», de modo que en el siglo XVII, el Maestro Correas, en su Vocabulario de Refranes de 1627, anota: «Lo que te compón, besa y pon: La moza galana, la mantilla en par de la saya».
    La mantilla es un acortamiento del manto, prenda usada desde antiguo, sin que se conozca bien la circunstancia o el momento de su nacimiento. Sin embargo, es seguro que la prenda en cuestión nació en España no antes del siglo XVI. La palabra misma es de mediados de aquel siglo, adoptada luego por franceses e italianos.
    Como muestra el extremeño Maestro Gonzalo Correas, es prenda que gozó de favor en tiempos de Cervantes, siendo usada tanto en el campo como en la ciudad. La mantellina, o manteo de medio cuerpo, era por lo general de paño y telas recias. Viudas y dueñas, es decir: solteronas, vestían mantilla negra que llegaba hasta la mitad de la espalda. No fue, sin embargo, prenda de respeto; en parte porque dieron en adoptarla mujeres de vida airada, es decir: aquellas cuyas vidas transcurrían a la intemperie moral, al aire de la calle. En unos versos de Francisco de Quevedo, donde se habla de forma burlesca del ambiente madrileño de su tiempo, las mujeres públicas la visten, mientras que las señoras de calidad seguían utilizando el manto con capuchón para ir de casa a la iglesia, único trayecto permitido a la mujer decente, y esto acompañada de doncella. Que la mantilla se consideró prenda frívola lo muestra también Juan de Zabaleta en su Día de fiesta, comedia de costumbres del siglo XVII, donde describe a la mujer ligerita de cascos diciendo que lleva los hombros descubiertos, y también la garganta, a la par que adorna con lazos y flores su cabello, y con mantilla de bayeta blanca prendida al moño, dejando el rostro al aire.
    A partir del siglo XVII otras capas sociales imitaron su uso, confeccionándose mantillas de paño de seda de color turquí con ribetes de terciopelo verde; también se veían mantillas de tul o de encajes, sin que faltaran las bellísimas mantillas de blondas. A lo largo del reinado de Carlos III, se generalizó su uso entre las mujeres del pueblo, ya que las damas encopetadas no podían vestirla encima de los tocados de plumas y cofias, perifollos de moda entre las de aquella clase.
    Fue la figura de la maja, mujer castiza, engalanada y rumbosa, la que más hizo por la mantilla, tanto que la misma reina doña María Luisa, esposa de Carlos IV, es pintada por Francisco de Goya vistiendo la prenda. En aquel tiempo la mantilla había pasado a ser prenda alegre y juvenil, ya que las viejas seguían llevando el manto, y las viudas preferían las tocas. Las jóvenes, tanto casadas como solteras, paseaban airosas sus mantillas de laberinto blancas, con encajes; y las majas lucían las de terciopelo o de seda. La mujer trabajadora, modistillas y criadas, llevaban mantilla de franela o paño terciado, cuando no de tafetán, que alternaban con las de bayeta en tiempo lluvioso.
    En el siglo XIX, la mantilla se tornó una prenda multicolor: una tira ancha y larga con guarniciones de tela de colores, picos, madroños y lacerías que resaltaban la belleza del rostro. Con las mantillas de seda blanca, competían las de encaje de bolillos, que a mediados del siglo pasado terminaron por substituir a todas las demás. Nuestras madres y abuelas ya vestían las famosas mantillas de blonda de Almagro que deben andar todavía entre los cajones de la cómoda.
    Las señoras de calidad se mostraban reacias a la mantilla: preferían la capota. Y a partir de la revolución de 1868, la moda del sombrero amenazó seriamente la existencia de la mantilla, que quedó como prenda ritual para acudir a lugares tan españoles como los toros o la iglesia. Pero no fue así en las ciudades pequeñas, donde las elegantes abandonaron el sombrero francés para lucir la mantilla.
Un historiador de la moda, Davillier, escribe que las cortesanas del entorno isabelino preferían la mantilla a los atavíos banales que llegaban del extranjero. No en vano Isabel II es la Reina Castiza. La copla lo exponía de esta manera:
    Con la sarga malagueña
más golpe doy en Sevilla
que toita una señora
con sombrero y japalina.
 
    El mantón de Manila substituyó a la mantilla en el gusto de las mujeres por este tipo de prendas. Mantillas, chales y pañoletas, adornadas con motivos bordados, Piezas parecidas todas ellas al mantón, que habían sido tradicionales en España hasta mediados del XIX. El famoso mantón, importado desde las Islas Filipinas, todavía colonia española, era una prenda mucho más llamativa. Su riqueza decorativa de flores y aves exóticas, había sido puesta de moda por corrientes artísticas de finales de siglo, como el Modernismo, que se inclinaban hacia el gusto oriental. Sea como fuere, con el mantón de Manila se uniformó la moda de este tipo de prendas. No hubo espectáculo público ni privado, desde las verbenas a las procesiones, desde las bodas a los bautizos, desde las visitas sociales a la concurrencia callejera, donde no estuviera presente el mantón de Manila… que no era de Manila, sino de la ciudad china de Cantón. El Maestro Bretón, autor de La verbena de la Paloma, lo llamó «vestido chinés». Con el mantón triunfaba un heredero de la mantilla. Ambos se hundieron ya en el olvido, en esta época nuestra donde nadie piensa en cubrir con elegancia el cuerpo de la mujer, sino en todo lo contrario.

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